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Los televisores de tubo y el dinosaurio

HAY DETERMINADOS objetos propensos al abandono que suelen suscitar, al menos en mí, cierto impacto poético en cuanto uno se topa con ellos en medio de un camino o calle que suela frecuentar. Los destierros a pie de calzada son así de sugerentes.

Hace unas semanas me sentí afortunado por toparme con toda una serie de imágenes de este tipo entre Vite y San Lázaro, en un recorrido que completo ida y vuelta una o dos veces al día.

Todo comenzó con una visión resplandeciente, casi divina. El sol refulgía en el adoquinado mojado sobre el que había posada una figura de un pelaje blanco espléndido. A pesar de lo que había llovido por la mañana, éste permanecía limpio y seco en medio de la calzada. Incluso tenía ese aspecto de prenda cara de la que se desprenden los desnudos soberbios y por la que nadie se preocupa de dónde pueda caer. Sin embargo, en cuanto me acerqué comprobé que mi primera impresión no podía estar más alejada de la realidad. Aquel impoluto pelaje, aún seco a pesar de la lluvia, limpio y radiante era en realidad un gato muerto.

Si no fuese por los ojos abiertos del animal, hasta diría que dormía. Incluso le di unos golpecitos con el paraguas para ver si reaccionaba, pero no fue así. Supongo que en aquel momento no habría estado de más hacer una llamada al Concello para que se ocupara de retirar a aquel pobre bicho de allí, aunque preferí suponer que de eso ya se encargaría algún vecino del barrio que conociese mejor el procedimiento a seguir en estos casos y seguí mi camino.

Solo unos metros más adelante me topé con una pieza de un género de esto del abandono que siempre me ha entusiasmado: las televisiones, de tubo, claro, las planas pierden todo su valor estético en cuanto pisan la calle.

Me encanta encontrarme con televisores a la intemperie, no sé por qué. Puede que solo sea que soy un morboso –el primer peldaño hacia la psicopatía–. Me gusta interpretar estos abandonos como un acto de rebeldía y libertad ante el hartazgo de la caja tonta, el primer día de una nueva era, el final del poltergeist.

Pero eso no fue lo único, ese mismo día, antes de llegar al portal, surgieron a mi paso otros muchos vestigios de los tiempos de la peseta con los que entretenerme y alcanzar pensamientos de agradable convivencia: una maleta antigua colocada junto a un contenedor –bonita, pero poco práctica–, un colchón junto a un par de mesillas de noche, aunque admito que el mobiliario no me interesa en este sentido, y hasta otro televisor.

Sin embargo, todo es efímero. La repetición en el recorrido acaba por desvanecer la esencia del encanto de cualquier desecho para acabar por integrarlos en el paisaje como una parte estrictamente no planificada del mismo, es decir, un mero residuo sin función ni provecho. Por lo que el reencuentro durante los siguientes días con estos objetos no me trajo estímulo alguno.

Dudo que nadie pudiese sacar mucho más de ninguno de ellos en realidad, ni en este ni en ningún otro sentido. La maleta fue recogida por un particular –sé que fue así porque aquel día volví a pasar por allí y ya no estaba–. En cuanto a los televisores, alguien los había roto por la parte de atrás para llevarse el cobre. Supongo que fue otro alguien quien se tomó la molestia de desplazar el gato hasta la cuneta para que los insectos pudiesen hacerse cargo del cuerpo, cada día menos resplandeciente y más putrefacto. Quien pudo sacar provecho de cada uno de estos abandonados lo hizo. Ya no les quedaba nada más que ofrecer, pero allí seguían.

Esto me lleva a la Biblia de los microrrelatos –en el sentido del más leído de la Historia–, aquel de Tito Monterroso de “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”, por su evidente alusión al paso del tiempo. El dinosaurio, un ser de otra época y cuya existencia solo conocemos por sus fósiles, es capaz de plantarse en el amanecer del protagonista del relato, "todavía", es decir, ya estaba allí cuando se acostó, lo cual nos lleva a una constancia. De esta manera, el dinosaurio, obsoleto, mantiene día tras día su presencia, haciendo oídos sordos a su propia extinción en una incomprensible inmunidad a la perpetua sucesión de ciclos o magnitudes temporales.

No pasó así con los muebles y televisiones, que acabaron por desaparecer de la calle al cabo de unos días, aunque al gato le tocó esperar algo más.

El teléfono de Urbaser en Santiago es el 981 565 469, lo digo para aquellos que no quieran  fomentar una Compostela jurásica, no vaya a ser que las ideas morbosas acaben de retorcerse. Con ellos se pueden concertar citas para la recogida de muebles o pedirles que se ocupen de retirar animales muertos de la vía pública. En lo que respecta al punto limpio, está en la calle Edison, en el Polígono do Tambre. Lo malo es que para depositar allí cualquier aparato hay que presentar documentación que acredite residencia en Santiago, por lo que el lado poético de las televisiones de tubo no corre peligro.

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