Blog | Que parezca un accidente

El maldito quitagrasas

PASABAN DIEZ minutos de las once de la mañana de un martes cuando me fijé en dos críos que cruzaban la calle y remontaban la cuesta hacia la plaza. Caminaban en fila india, bajo los balcones, mochila a la espalda, mirada suspicaz y andar ligero. Si uno se fijaba bien, y con la luz adecuada, hasta se podía apreciar su confesión escrita con sus pasos en la acera.

Recuerdo que yo estaba haciendo tiempo frente a unas galerías mientras el viento se fumaba ansioso la mitad de mi cigarro. Al llegar a mi altura me preguntaron si les daba «un pitillo», y tras la negativa, cruel pero sensata, siguieron caminando hacia la plaza henchidos de arrogancia. Como si ellos hubiesen cometido el crimen perfecto y yo solo fuese un tío con un paquete de tabaco. Sospecho que es imposible caminar de otro modo cuando tienes trece o catorce años y un día cualquiera, con un par, te saltas el colegio.

Es extraño que yo me fije en esas cosas. Normalmente los martes me parecen iguales a los lunes, los jueves o los sábados y jamás reparo en si algo no cuadra a mi alrededor. Sería una grosería. Que haya adolescentes en la calle entre semana es algo que no suele llamar mi atención. Sin embargo ese día me quedé un buen rato observando cómo aquel par de fugitivos se alejaba saboreando su éxito, con toda una mañana por delante para hacer lo que les viniese en gana.

Cuando eras un chaval, esa sensación era fantástica. Paseabas entre la gente esforzándote por no parecer sospechoso, creyendo que la ciudad cuchicheaba a tus espaldas. Pensabas que cualquier paso en falso te delataría. De repente el inocente sonido de un claxon te hacía girar repentinamente la cabeza, como en una película sobreactuada. Ejecutabas tu minucioso plan de huída, consistente en correr hasta los recreativos más cercanos, y siempre esquivabas la bala.

Paseabas entre la gente esforzándote por no parecer sospechoso, creyendo que la ciudad cuchicheaba a tus espaldas.

Ser el único de tu edad en un mundo de mayores durante cuatro o cinco horas era lo más parecido que conocías a la independencia. Y al peligro. Y a las mujeres. Y a la literatura. Las reglas las establecías tú, pero sólo para vulnerarlas después. La única pega era quizá que la excursión furtiva siempre terminaba a mediodía, al regresar a casa para comer, pero ese era un problema que desaparecía poco después, cuando un par de décadas antes de hacerte adulto, a los 18 años, te mudabas a otra ciudad para ir a la universidad.

Vivir en un piso de estudiantes era faltar todos los días al colegio. Podías llegar a casa cuando querías, salir otra vez si te apetecía, comer a media tarde los espaguetis que habías cocinado borracho la madrugada pasada, no aparecer por el piso en tres días... No tener que dar explicaciones a nadie es una sensación comparable a la de tomarte la tarde libre cuando sabes que no puedes permitírtelo. Antes o después jugará en tu contra, pero mientras tanto todo tiene mejor sabor.

Nosotros -mi hermano, mis amigos y yo- devorábamos pisos. Llegábamos en septiembre como una plaga de langostas y los dejábamos en junio habiéndole sacado todo el provecho posible. Fiestas, percances, romances, líos. Algunos imprudentes hasta estudiábamos de vez en cuando. Una vez exprimida la última gota, los abandonábamos y comenzaba la búsqueda del siguiente barrio, la siguiente calle, el siguiente edificio.

Siempre dedicábamos los tres últimos días de estancia a borrar cualquier rastro de cuanto había sucedido allí. Saqueábamos la sección de productos de limpieza de algún supermercado cercano y nos poníamos manos a la obra. Éramos tan eficaces que parecía que alguien nos pagaba por ello. Con un quitagrasas en concreto podíamos llegar a dejar los pisos todavía en mejor estado que el día que los construyeron.

Devorábamos pisos. Llegábamos en septiembre como una plaga de langostas y los dejábamos en junio habiéndole sacado todo el provecho posible.

Hace poco, después de comer en Santiago, decidí tomarme la tarde libre aprovechando que estaba muy ocupado. Quería dar un paseo por la ciudad. Faltar al colegio. A veces, cuando uno tiene mucha prisa, es recomendable coger la carretera de la costa en lugar de ir por la autopista y tardar tres veces más en llegar. O hacerlo al día siguiente. La desobediencia, de vez en cuando, debería ser obligatoria.

Cuando caminaba por Rosalía de Castro, en un ataque de nostalgia decidí subir a uno de los pisos en los que habíamos vivido. Uno de los que guardo un mejor recuerdo, en algún lugar detrás de la niebla. Al llamar a la puerta me abrió un muchacho de unos veinte años, y al explicarle cuántas veces había abierto yo esa puerta desde dentro me dejó pasar un momento al salón.

Creo que el piso se alegró mucho de verme. La disposición era la misma pero estaba pálido y medio inconsciente. Saltaba a la vista que aquellos chavales no lo estaban aprovechando bien. Nada de fiestas, situaciones disparatadas o problemas con los vecinos. Allí reinaba el orden y la paz para desgracia del piso, que se moría. Parecía la clase de gente que no había faltado al colegio jamás.

Al regresar a la calle tuve una sensación extraña. Ya no reconocía aquella ciudad. Como si todo cuanto nos habíamos dejado en Santiago en nuestros años de universidad se hubiese esfumado para siempre. Tanta vida y tanta piel ignoradas por una generación de jóvenes que parece creer que la vida consiste en despertarse por la mañana, cumplir con sus obligaciones y morirse al final.

Si llego a saber entonces lo que sé ahora, jamás habría aplicado aquel quitagrasas a nuestro piso. Cada mancha, cada peca de porquería sería una vieja cicatriz. Una huella de lo que fue y de lo que podría ser si la juventud recuperase la cordura. Contribuímos sin saberlo a que allí ya no quede nada.

«Aquí vivieron unos tíos que se arrepintieron de muchas cosas que nunca hicieron -tenía que haber dejado escrito con un punzón en alguna mesa-. No somos nosotros».

Artículo publicado en la edición impresa de El Progreso el domingo, 29 de marzo de 2015. Se mantiene el idioma original.

Comentarios