Blog | El portalón

El viaje de un bocadillo

NUNCA QUEDA claro del todo si en A Milagrosa la mezcla de nacionalidades ha acabado siendo una virtud o un despropósito, si gusta o espanta, si se apoya o se condena. Oigo a vecinos molestos por la difícil convivencia. Oigo a los agradecidos porque, al menos, hay con quién convivir, convencidos de que el barrio estaría medio vacío de no ser por los inmigrantes.

A mí me pasa como con todo lo que aprecio: que, por momentos, me desquicia.

Observemos a mis tres vecinas rumanas, de entre cuatro y nueve años: despelujadas y desconjuntadas, permanentemente infraabrigadas, poseedoras de titánicos pulmones inesperados para sus cuerpos diminutos. Cuando hacen uso de ellos bajo mi ventana para lo que creo que es meramente jugar a gritar, un juego de niño pobre sin nada que hacer que, una vez iniciado, solo abandonan cuando llueve (cuando llueve a cántaros), las odio entregadamente. Muchísimo. Por supuesto, no tiene nada que ver con su nacionalidad y todo con su capacidad de proyección de voz, digna de un joven Pavarotti en el Metropolitan, que hacía temblar el aire y ese aire movía cabelleras, creaba corrientes entre el público asombrado. Estas tres primas hacen vibrar ventanas y crean indignación. La mía, toda ella.

El sentimiento resurge cuando otro vecino, un gitano muy emprendedor que trabaja la chatarra pero tiene planes de expansión, dedica las mañanas dominicales a reordenar ganchos y hierros en el interior de su camión. También bajo mi ventana, bajo mi otra ventana. Tengo pocas ventanas que dan a la calle, pero qué actividad contemplan, madre mía.

Lanzó el bocadillo de un bastonazo a un charco sobre la carretera

Algún domingo silencioso he bajado temprano y de ese mismo camión asomaba, imponente, el morro de un coche. El camión es tan minúsculo para semejante carga que parece la materialización de un ataque de gula: alguien se ha quedado atragantado. El capó del coche sobresale tanto que hace sombra al turismo aparcado al lado. ¿O debería decir debajo? Es todo tan impresionante, tan escultural, que la gente se para necesariamente, lo contempla un tanto boquiabierta, le hace una foto y sigue caminando, despacito, como si esa visión les hubiese cambiado.

Ahora el gitano emprendedor se anuncia como gestor de residuos tóxicos, poseedor (dice) de todos los permisos para recoger y trasladar cualquier tipo de resto. Considero de que el hecho de que se publicite a través de un cartelito colgado en su camión es un tanto disuasorio: no sé quién podría concluir que un vehículo abierto y tapado con una lona es un transporte adecuado para según qué residuos. Pero es un hombre tan claramente resolutivo que aguardo Fukushima cualquier domingo.

Ellas, las tres primas de mis desvelos, estuvieron ayer por la tarde castigadas. Lo sé porque se comieron la merienda asomadas a su ventana y no a gritos bajo la mía, arraigada costumbre que no perdonan salvo por causas de fuerza mayor. A una se le cayó (o tiró) el bocadillo, que aterrizó compacto, de una sola pieza, sobre la acera. Cada vez que alguien pasaba le gritaban: ''¡Señora! ¡Señor! ¡Mi bocadillo! ¡Tire mi bocadillo!'', con la pretensión de que el viandante se lo lanzara de vuelta, ignorando la regla de los cinco segundos y como si hubiera alguna posibilidad de que todo se mantuviera pegado en el viaje ascendente. Un hombre intentó razonar con ellas: que si estaba sucio, que si no llegaría a la ventana.... ''¡Sí, señor! ¡El bocadillo!'', gritaba el trío, que no estaba para obviedades. Una señora se cruzó con el buen samaritano y se enzarzaron en una discusión sobre las posibilidades reales de que el bocadillo alcanzara a su dueña. Durante el debate, un anciano con bastón alcanzó con pasos diminutos la zona de guerra y, como obstáculo que era en su camino, lanzó el bocadillo de un bastonazo a un charco sobre la carretera. Desde las alturas, se oyó: ''¡¡¡Señoooooor!!!'', con el mismo tono final de decepción con el que se lamenta un penalti.

Y yo, que había contemplado la escena durante el instante eterno que tardo en pescar las llaves de las profundidades oscuras de mi bolso entré en casa pensando que está bien que en la calle pasen cosas, que pase la vida, que no esté permanentemente desierta, aunque en contraprestación tenga que escuchar gritos en estéreo a la hora de la merienda. Así sea.



Se mantiene el idioma original del artículo, publicado el sábado 28 de marzo de 2015 en la edición impresa de El Progreso.

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