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Salsa para 93.111 almóndigas

LAS LENGUAS son especies salvajes. Salvo raras excepciones, nacidas en libertad, durante su vida gozan de la aceptación y el reconocimiento social, no obstante, como si de una maldición se tratara, están predestinadas a que la muerte les termine por alcanzar solas y en la ruina.

Por suerte para el castellano existe la Real Academia de la Lengua Española, una asociación a cuyos miembros, como ahora se dice, nadie los ha votado, y rigen una oligarquía lingüística-gramatical que decide para millones de hablantes, de los que, aún por encima, se gana su simpatía tomando decisiones tachadas de populistas por muchos por dar el visto bueno a términos como papichulo chupi o serendipia –todavía no accesibles en la versión online.

Todo ello por y para mantener con buena salud al castellano. Una lengua gorda y transoceánica como la nuestra debe mimarse si es que se quiere evitar que comience a adelgazar a base de escisiones provocadas por la desconexión de comunidades que comiencen a desarrollar su propio español, de un modo independiente, para que lo que acaben hablando sea otra cosa.

La Academia tiene su propio diccionario, su “crisol”, en el que vierte cada nueva palabra que estime reconocer como correcta y del que rara vez retira algún término. Ya lo advertía Cortázar en Rayuela, cuando Oliveira aparecía con un diccionario de la RAE, con la palabra “real” tachada en la cubierta, y abría una página al azar para escribir “juegos de cementerio”, algo que consistía en introducir en una narración términos arcaicos que pueda encontrar en el dichoso libro, como clonasmo, clíbano, clípeo, clica, clistel, clonopodio, jonjobar, jorbín, joparse, jitar, jopor... Decidía abandonar el juego cuando acabó por descubrir que en aquella “necrópolis” no venía la palabra joder, mucho más viva que cualquiera de las anteriores.

No es que sean ninguna imposición. El clonopodio o el jorbín son solo inofensivas criaturas disecadas expuestas en vitrinas, pero de alguna manera nos acostumbramos a algún tipo de cepo lingüístico que nos hace incómodo dar por buenos términos cotidianos que puedan surgir. Padecemos de un complejo de inferioridad que nos lleva a dejar fuera de una consideración oficial todo nuevo término que se mueva en un registro informal o nuevo. Ante nuevas necesidades tendemos a inventarnos alguna palabra que tomaremos medio a broma aunque provisionalmente, solo mientras no nos acabamos de enterar de cuál es el anglicismo correcto. Preferimos que las distancias transcurran por un estricto adoquinado antes que entre las crecidas hierbas de un prado, somos así de snobs.

Adoptar estructuras extranjeras acota las perspectivas. Se pierde todo rastro etimológico y todo lo que éste puede decir de la cultura a la que pertenece. Por ejemplo, me gusta mucho la palabra sombrero, que viene de sombra más el sufijo -ero, que a grandes rasgos indica uso, profesión o abundancia de algo. Es cierto que también existe el sombreiro en gallego y portugués, pero si pensamos en lenguas extrapenínsulares, el término que utilizan para referirse a lo que se pone encima de la cabeza hace referencia precisamente a eso, a la cabeza. En inglés, hat, de head; en francés chapeau, de chef; en italiano capello, de capo; y supongo que etcétera... Como bien saben los guiris, en la Península abunda el sol en verano y la sombra se convierte en un bien preciado, hasta el punto de ser la principal razón por la que taparse la cabeza, algo no compartido en la mayoría de países del Continente, que relacionan eso de cubrirse el cráneo con otro tipo de circunstancias.

Del catálogo de palabras que la RAE avala como pertenecientes a la lengua española, la de almóndiga sea la que más manos siga llevando a la cabeza

Sin embargo, de las 93.111 entradas que constituyen la última edición del catálogo de palabras que la RAE avala como pertenecientes a la lengua española, la de almóndiga sea la que más manos siga llevando a la cabeza. No para cubrirla con un sombrero y tampoco es por su significado, claro que no, es solo el acto reflejo que produce al localizarla, justo ahí, entre almona y almondiguilla. Es tal la sensación que el comprobar qué palabrotas vienen en el diccionario y cuales no ha pasado a ser un entretenimiento obsoleto. Ya solo nos vale la almóndiga.

De todos modos, esta actitud de entre mofa e indignación generalizada no dice mucho a favor de los castellanohablantes, que quedan retratados como un colectivo conservador, estirado y clasista.

Cualquier desliz contra el régimen es razón de linchamiento, la osadía de alterar una sutil estructura morfológica, aunque solo sea una letra, vocal o consonante, aunque sea en beneficio de una aparatosa sílaba, ya sea en un accidental resbalar de un dedo en el teclado, o en una deliberada pronunciación; casar un lexema con el sufijo prohibido; alternar una gramática con la de una lengua compañera... el mínimo acto de liberación es isofacto castigado con la ilegitimación de cualquier discurso.

Da la sensación de que son muchos los que desearían que no existiesen más palabras que las que pueda aceptar su procesador de texto, aquellos que queriendo un adverbio normalizan un siquiera en dos palabras, para quedarse con un inadvertido querer porque el corrector no se lo marca en rojo. Si por ellos fuese, las entradas de la vigesimotercera edición del diccionario quedarían como mucho en 93.109, ya que rechazarían la normalizada almóndiga y siquiera la reconocerían como una palabra en desuso.

Unos hablan de deformación del lenguaje al hacer oficiales términos nuevos y cada vez más presentes, pero si de verdad creemos eso deberíamos aceptar que todas las lenguas son deformes, ya que no hay ninguna que no sea una versión alterada de otra. Aceptémoslo sin complejos: nadamos en una salsa para 93.111 almóndigas.

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