Blog | Que parezca un accidente

La gabardina de Pla

ACOSTUMBRO A ASIGNAR, no sé por qué, un color determinado a cada una de las canciones que escucho. Es algo automático, ajeno a mi voluntad, como respirar, parpadear o ir de compras con mi mujer. De alguna de ellas, además, suelo decir que es sólida cuando su base rítmica es grave y monótona. O etérea, si su melodía es alegre y su instrumentación muy ligera. Esto es excepcional. Por lo general no clasifico la música en función de la rigidez de sus estructuras. Pero hay una categoría insalvable que se impone siempre que opera lo lisérgico, esto es, lo psicodélico: la liquidez.

I Am the Walrus’ es posiblemente la canción más líquida que conozco. Tanto por su armonía como por su orquestación, pero sobre todo por su letra. Cuando los críticos la escucharon por primera vez quisieron hallar en los versos de Lennon desde alegorías de carácter político a ejercicios elementales de psicoanálisis, pasando por referencias a Finnegans Wake de James Joyce y amoríos inconfesables. Quiénes eran los hombres huevo, qué representaba la morsa. La canción entera parecía esconder el inicio de un diálogo codificado entre el autor y su público, y todos querían ser el primero en descifrarlo.

Pero no había tal diálogo. Como sucedía con tantas otras canciones, ‘I Am the Walrus’ solo era un collage de ideas aisladas que de algún modo y por sí solas seducían a John, y que, una vez unidas, formaban un todo al que poder buscarle sentido. Palabras inventadas, metáforas extraídas -mal extraídas- de ‘The Walrus and the Carpenter’ de Lewis Carroll, fragmentos de la representación radiofónica de ‘El Rey Lear’ de Shakespeare, reconstrucciones de canciones infantiles, etc. Los únicos versos originales escritos con intención creativa, de hecho, fueron producto de un viaje de LSD.

La realidad es que John había recibido una carta de un alumno de su antiguo colegio, el Quarry Bank School, donde le explicaba que su profesor de Lengua utilizaba sus canciones a modo de prueba académica, de tal forma que los estudiantes debían averiguar el significado correcto de las letras. Harto de la deformidad de unos análisis que pretendían racionalizar meros ejercicios espontáneos de imaginación -"la gente extrae conclusiones y es de lo más absurdo, las letras no significan casi nada"-, Lennon convocó a su amigo de la infancia Pete Shotton para que le recordase la rima "yellow matter custard, green slop pie, all mixed together with a dead dog’s eye" y completar así una canción sin sentido alguno que sacase de quicio a críticos e intérpretes. "¡A ver si estos cabrones entienden ésta, Pete!", le escribió cuando la hubo terminado. Toma liquidez.

I Am the Walrus’, por tanto, no es otra cosa que lo que parece. Ni mensajes ocultos, ni confesiones cifradas, ni gaitas. Solo greguerías y juegos de palabras pensados para confundir. Y es una pena. Cuánto más feliz era la interpretación fantasiosa, en la que la morsa no era un error, los hombres huevo eran el reflejo épico de una sociedad en guerra, ‘texpert’ y ‘grabalocker’ no eran palabras vacías y la frase «mister city policeman city pretty little policeman in a row» tenía todo el sentido del mundo o era una maravillosa locura.


Yo me quedo con esa opción. A veces, aunque sea durante un breve lapso de tiempo, es conveniente elegir la versión en la que las cosas no son lo que parecen. Esa en la que un náufrago, por ejemplo, viaja a la deriva con un tigre, una cebra, un gorila y una hiena. Y en la que los molinos son gigantes y Aldonza Lorenzo se llama Dulcinea del Toboso. Prefiero esa en la que Lennon practicaba la espontaneidad y el surrealismo, y en la que escribía versos codificados, a aquella en la que ya nunca nos dejamos engañar por las apariencias.

En la época en la que Josep Pla hacía "lo que tenía que hacer, pero eso no quiere decir que recuerde que lo hiciera" -durante la Guerra Civil trabajó para los Servicios de Información de la Frontera Nordeste de España desde Marsella remitiendo información cifrada al bando nacional en la que indicaba qué mercancías se enviaban por mar a la zona republicana y quiénes abandonaban el país a través de los Pirineos-, se decía que el escritor catalán había establecido una comunicación secreta en la que decía: "Necesito una gabardina". El personal del centro criptográfico encargado de descodificar mensajes en clave examinó la frase varias veces, pero nadie lograba comprender su significado. Temiendo que el asunto fuese importante se pusieron en contacto directo con Pla, quien contestó: "No está en clave. Aquí llueve mucho y necesito de verdad una gabardina".

En ‘Espías de Franco: Josep Pla y Francesc Cambó’ (Fórcola, 2014), Josep Guixà explica cómo la anécdota de la gabardina de Pla nunca se produjo, ya que en realidad no fue más que una burla publicada en el semanario satírico y republicano L’Esquella de la Torratxa cuando se supo que el autor trabajaba como espía para los sublevados. Es una verdadera lástima.

Qué bonito habría sido de ser cierto. Pero sobre todo, qué bonito habría sido si, además de ser cierto, aquel invierno no hubiese llovido en Marsella.

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