Opinión

La paradoja de la madurez inmadura

CARMEN SOÑABA cuando era pequeña que salía de casa en zapatillas. Que llegaba al colegio y aquello era un espectáculo de luz y sonido para los demás y de tremendo bochorno para ella. Carmen tenía miedo. Era una niña, pero sentía que no debía hacer el ridículo. Ese sentimiento, la sensación de vergüenza, la acompañó muchos años: con el cambio de colegio, con la llegada al instituto, con cada nuevo corte de pelo, con cada palabra pronunciada en alto tras una pregunta del profesor que correspondiese.

A los padres de Carmen se les ocurrió que un deporte en equipo era una gran idea. Hay padres que apuestan siempre por soluciones que pasan por una actividad extraescolar. Y Carmen pasó así los peores días de su vida: dentro de una comunidad de voleibol femenino formado por chicas que se conocían de antes y que, por tanto, no hablaban su mismo idioma.

Para poder hablar con sus compañeras, Carmen tuvo que aprender a hacer un buen saque y a hablar de chicos en términos que hasta entonces desconocía. Los aprendió y los hizo suyos. Todo obligado, todo forzado para ‘formar parte de’, para no sentir que llevaba pantuflas dentro de la clase. De este esfuerzo añadido que hacen un tipo de personas como Carmen, no son muchos los que se dan cuenta. Ella tampoco.

Pronto dejó de ser una niña tímida y apocada para pasar a ser una adolescente burlona. Sus paseos en pandilla por la calle eran excesivos. Se las oía de lejos. Se empujaban, se chillaban, se insultaban… Se sentían las reinas del malecón. La vergüenza de Carmen ante la pregunta de un maestro se había transformado en la soberbia más absoluta. Sus mañanas metida tras la mesa del comedor y sus tardes encerrada en su cuarto se habían convertido en actos de poco civismo como colarse en la caja del supermercado o no ceder el asiento en el autobús. No quedaba ya dentro de Carmen su vergüenza. Se había transformado para desaparecer. No como la energía.

A lo largo de su vida, Carmen acarició los extremos: del miedo al ridículo a hacer un ridículo de miedo. Confundió la simpatía con la falta de respeto, equivocó la extraversión con el exceso. Dejó atrás a una niña extremadamente prudente para convertirse en una joven descarada. Como las blogger que seguía en internet, como las cantantes que imitaba frente al espejo, como la niña que nunca fue. Como la joven a la que sus padres alababan su nueva capacidad para relacionarse.

La paradoja de la madurez inmadura. Uno cree que crece y mejora de manera directamente proporcional. Y Carmen lo hizo justo al revés. Demasiado de todo. Los demás también la halagaron cuando cambió: «Es genial ser echada para adelante»; «Así nunca te va a faltar nada»; «¿has visto el cambio de mi hija?». El mundo que rodeaba a Carmen comienzo a alabar el exceso. Lo fuerte, la adrenalina, lo brutal. No importaba que a costa de todo esto, Carmen hubiera dejado atrás los pocos valores que le habían transmitido, casi sin querer, sus padres. Lo relevante para su familia en ese momento es que Carmen había dado un salto hacia adelante, que había aprendido a defenderse en la vida (como si los tímidos no fueran capaces de llevar su existencia de un modo correcto).

Ella estaba encantada porque todos lo estaban. Tomó por buena la transformación, agradeció haber conocido a aquellas muchachas en la clase de vóley. Si alguna vez reflexionaba con una nueva amiga sobre su propia vida, que es algo que a los adolescentes y jóvenes les gusta bastante hacer para sentir que de esta manera son seres adultos y maduros, entonces Carmen se arrepentía por no haber salido del cascarón antes. Se premiaban entre ellas en el diálogo, compartían frases de autoayuda en sus muros de Facebook como antes se compartían frases de canciones en las carpetas, y asumían su vida como buena debido a todo este éxito social. Si hablaban de ellas, si se sentían protagonistas, entonces es que lo estaban haciendo bien. Unas mechas californianas, un top por encima del ombligo y a volar. El trabajo, los estudios, el valor de cada refresco que podían tomarse en la cafetería de moda… Ni se lo planteaban. Sus padres seguramente, tampoco.

Camino de garantizar su éxito con unos cuantos miles de seguidores, con el acceso a un reality, o peor aún, con una nueva canción del verano, Carmen se dio por vencedora y no por vencida.

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