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El color del whisky

EN MAYO DE 1982, Julio Cortázar y Carol Dunlop escribieron una carta al director de la Sociedad de las Autopistas de Francia solicitando autorización para realizar una expedición "un tanto alocada y bastante surrealista". Pretendían recorrer la autopista entre París y Marsella en su Volkswagen Combi, llamado Fafner en homenaje al personaje de Wagner. Se detendrían en cada uno de los 65 apeaderos, a razón de dos al día. Calculaban que emplearían un mes en completar semejante periplo, sin salirse jamás de los márgenes de la autopista. A la vez que viajaban escribirían el libro del viaje. La autorización nunca llegó, y los aventureros llenaron el coche con víveres, y partieron igualmente.

Tal vez pareciese un periplo anodino, pero Cortázar siempre sostendría que ningún otro viaje admirable a destinos bellísimos superó "ese mes fuera del tiempo, ese mes interior donde supimos por primera y última vez lo que era la felicidad absoluta". Mientras sus amigos apostaban que no completarían el viaje, pues el aburrimiento los haría desistir, Julio y Carol comenzaron su travesía por los apeaderos de la autopista. La vida transcurría lentamente al borde de la carretera, escribiendo en sus respectivas Olympia Traveller de Luxe, leyendo novelas, escuchando música o simplemente haciendo la comida o durmiendo la siesta en sus hamacas. De vez en cuando ocurría algo extraordinario, aunque se tratase de algo común.

Cogió del minibar la botellita y bebió. Solo entonces advirtió que la había abierto sin esfuerzo y que la orina tenía ese mismo color

En la prosa de Cortázar la menor insignificancia adquiere dimensión de hecho bellísimo. "Aquí no hay indios, ni flechas", admite en Los autonautas de la cosmopista, que publicaría un año después del viaje, y que acaba de reeditarse. Todo transcurre "sin aviesas emboscadas, trampas leales, ingresos inoportuno de leopardos, serpientes u otras muchas calamidades". A lo más, hay hormigas. "A nadie aprecio más que a una hormiga, insecto paradigmáticamente laborioso", señala Cortázar, pero el problema es que "como los nazis y los fanáticos del rock’n roll, las hormigas no vienen nunca solas sino en avasalladoras multitudes, y el encanto de lo individual se diluye en el horror de la masa bruta". El viaje, en manos de su prosa, adquiere un dramatismo insuperable, sin dejar de ser cómico, cuando descubren que espesas legiones han trepado por los neumáticos e invadido todos los rincones del coche, y en número de miles intentan acabar con el pan de manteca, las galletitas saladitas y los plátanos recién comprados en una tienda de la autopista.

El viaje no tiene nada de escapista. No es, en sentido estricto, ninguna modalidad de huida del ruido del mundo. De hecho, la autopista los mantiene concernidos por cuanto ocurre lejos de ella, gracias a la radio. Después de mucho meditar, habían decidido llevarse uno de los tres transistores que tenían en casa, que no solo los conecta con la FM local, si no que sintoniza inesperadas estaciones yugoslavas, tunecinas, danesas, y lo que en esos días cuenta más para ellos, con la BBC de Londres, que hora tras hora ofrece su versión de la guerra de las Malvinas, que siguen con preocupación.

Uno de los momentos más fascinantes del viaje, que coincide siempre con los instantes más disparatados, se produce la primera noche que tienen ocasión de dormir en un motel a pie de autopista. De pronto, son capaces de disfrutar de la insubstancial comodidad inherente a un simple botón o un grifo. Todo implementaba el gozo. Debieron sospechar, pensarían después. Felices de haber encontrado habitación, se pegaron una ducha relajante y después buscaron en el mini-bar las dos rituales botellitas de whisky. Cuando Julio probó el suyo, supo "que había caído en una vieja, repetida trampa". Solo en ese instante advirtió que había abierto la botellita sin esfuerzo, mientras que la de Carol tenía la resistencia de todo cierre bien asegurado. El color de mi bebida era el del whisky, pero "la orina también puede tener ese color". Fue al baño, se enjuagó la boca, y después abrió una botellita de Martini, perfectamente cerrada, mientras deseaba que el autor de la broma se estrellara en cualquier lugar de la autopista.

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