Blog | Que parezca un accidente

No te lo perdonaré jamás, David Cameron

EL VIERNES de San Juan me desperté por la mañana, a eso de las dos de la tarde, y en seguida noté que sucedía algo extraño. Miré a mi alrededor y había algo distinto. Una ligerísima anomalía casi imperceptible. Algo era diferente, pero no sabía el qué.

Repasé mi cara frente al espejo con los ojos y con las yemas de los dedos. Todo estaba como lo había dejado el día anterior. El piso también parecía en orden. Fuera, Vilagarcía se recuperaba de una asfixiante noche incendiaria.

Mientras me duchaba cerré el grifo de repente hasta en tres ocasiones y las tres me quedé muy quieto, escuchando el silencio, tratando de sorprender a aquello que me inquietaba. Fue inútil.

Encendí el teléfono y tenía un WhatsApp de un amigo recién levantado que decía: "¿No te notas como raro?". Aquello empezó a crear un cierto clima de tensión. Si Alfred Hitchcokck estaba en lo cierto y el suspense es una bomba a punto de estallar debajo de un tío sentado tan tranquilo en una butaca, yo no quería ser ese tío.

Desperté a mi novia y le pregunté si notaba algo extraño. En mí. En la habitación. En el oxígeno del aire. Rió divertida, como si se tratase de un juego cariñoso, y contestó: "Has cambiado algo pero no sé qué es".

Al principio te invade la nostalgia. Los echas de menos. Acuden a tu memoria los buenos momentos que pasaste con los británicos, paseando de la mano por Bruselas haciendo planes de futuro



Comencé a obsesionarme. Salí a la calle y, aunque en apariencia todo estaba en orden, algo no encajaba. Poco a poco me fui dando cuenta de que la gente caminaba más despacio de lo habitual. De que el tráfico se movía por costumbre, desganado. Los sonidos del puerto, de ordinario vibrantes y nerviosos, se producían ahora con abulia. Como si el viento los dispersase a regañadientes. Toda la ciudad parecía haberse detenido en un bostezo de indolencia.

Me encontré con un viejo amigo de la facultad con el que había estado de copas la noche anterior. Paseaba alicaído por la Avenida da Mariña dando la sensación de que en aquel momento una caminata anodina era lo único decisivo que se podía hacer. Me confesó que se sentía raro. Que se había levantado hacía más o menos una hora y desde el primer instante lo había invadido un sentimiento de autocompasión. Explicó que, de alguna forma, se sentía poco valorado. Como si hubiese sido menospreciado. Como si no fuese lo suficientemente importante.

Caí en la cuenta en el acto. Cogí el teléfono, busqué en Google y lo encontré. Mis sospechas eran ciertas. Durante la noche, mientras los demás le plantábamos fuego a unos maderos y saltábamos las llamas de un lado a otro en una ceremonia antigua celebrando el solsticio, el Reino Unido confirmaba el resultado: el Brexit había triunfado; los británicos nos habían abandonado.

Noté que un escalofrío recorría el centro de mi europeísmo. Qué terrible sensación. Los populares del grupo, los que nos hacían sentir especiales porque compartíamos club con ellos, nos habían rechazado. Gran Bretaña, con un gesto altivo y afectado, se había sacudido de encima a la Unión Europea sin miramientos. Ahora el resto pertenecíamos al montón. De la noche a la mañana habíamos pasado de ser los más deseados a no ser lo bastante buenos para alguien. Con lo que eso puede llegar a obsesionarte.

Al principio te invade la nostalgia. Los echas de menos. Acuden a tu memoria los buenos momentos que pasaste con los británicos, paseando de la mano por Bruselas haciendo planes de futuro. Pero poco después comienzan los reproches y el rencor. ¿Cómo se atreve a hacerte esto a ti esa pandilla de snobs? Que se jodan. Ahora hay familias enteras enfrentadas, con sus casas dividas en dos por una línea de tiza trazada en el suelo. Beckham le dice a su hijo que le diga a su madre que le pase la sal. Victoria le dice a su hijo que le diga a su padre que la tiene delante.

Pero te duele. ¿De verdad no éramos lo bastante buenos? Qué torbellino de sentimientos. No quieres volver a verlos, pero sabes que a la mínima volverías con ellos. Ahora todo parece intoxicado. La gente que sabe muchas cosas dice que el Brexit es una catástrofe. Que te han jodido bien. Y conviene hacer caso a la gente que sabe muchas cosas. Saber muchas cosas, al fin y al cabo, es algo que no le ocurre a cualquiera. Te vienen con historias. Te dicen que el rechazo del Reino Unido a la Unión Europea puede desencadenar terribles consecuencias macroeconómicas. Así, a golpe de sábado. Y encima en pleno verano. Qué tropa de egoístas.

Nos han dejado vendidos. Quién va a querer nada con un club donde sus miembros más distinguidos deciden abandonarlo. Ya no somos la elite. Ahora lo son ellos. Los que dijeron no a Europa. Con razón mi amigo se sentía poco valorado. Con razón lo había invadido un sentimiento de autocompasión. La apatía en las calles, la sensación de que ya nada será lo mismo. Ahora entiendo aquella anomalía casi imperceptible.

La familia europea se resquebraja. Francia ya contempla a Gran Bretaña embobada, con esa admiración infantil con la que Nick Carraway observaba a Jay Gatsby en su mansión de West Egg. Acabaremos abandonándonos todos, ebrios de soberbia.

Y la culpa es de Cameron. Creyó que había alguna lógica en permitir que la gente se echase a la calle a tomar decisiones sobre asuntos que les afectan. Como si la gente supiese lo que le conviene. Como si el hecho de que la mayoría desee algo lo convirtiese en deseable. Es el problema de dejar que el pueblo decida: que decide lo que le da la gana. Menudo descaro.

Borges ya nos advirtió de que la democracia no es más que un abuso de la estadística. No te lo perdonaré jamás, David Cameron. Jamás.

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