Opinión

El menú de la cena

MARINA OBSERVABA sorprendida comportamientos distintos en su marido. Pero dudaba si todas esas acciones en apariencia extrañas que ella veía en él eran realidad o no. La razón de sus dudas era, precisamente, él. Le hacía creer que ella estaba cambiando, ella. Le hacía pensar que era ella la que se olvidaba cosas, no llegaba a su hora a ningún sitio, y no sabía manejar ya ni al niño ni la casa. Ella. Así que Marina estuvo un tiempo, podrían haber sido días, pero fueron años, pensando que algo le sucedía a su marido pero a la vez creyendo que algo le pasaba a ella.

En apariencia eran un matrimonio adecuado, de un barrio adecuado, con una vida adecuada. Ella estaba siempre pendiente de su hijo y de su trabajo y él, básicamente, de su trabajo. Vivían justo enfrente al restaurante donde él trabajaba desde que era adolescente. Y su vida transitaba en aquella acera. Por eso, a Marina le pareció más raro que nunca el comportamiento que su marido tuvo una tarde de otoño. Caminaba ella junto a su hijo de vuelta a casa tras el colegio y se detuvo en la puerta del restaurante a saludarlo a él antes de subir. Entonces salió él muy apurado, muy nervioso, y con las orejas muy coloradas. A Marina la cabeza le dio una vuelta y el corazón tres. Sabía, cómo no iba a saberlo, que esa reacción física su marido solo la tenía en una situación bien concreta. Y bien privada.

Semeja que en la vida siempre hay que elegir, pero hay quien decide tenerlo todo. O no tener nada


Se fue para casa casi empujada por él, que les dijo que era tarde, que hacía frío y que debían estar ya en pijama. Marina se fue desencajada, y sin pensarlo demasiado, trazó un plan. Llegó a casa, bañó a su niño, preparó la cena, acostó a la criatura y tras darle un beso, cerró tras de sí la puerta de su habitación y después la de su casa con excesivo cuidado. Entonces, sigilosa, y temerosa de encontrarse a un vecino, subió a la parte de arriba del edificio.

Desde las terrazas se veía perfectamente la puerta del restaurante, y decidió que aquella noche, al menos, iba a saber a qué hora salía su marido. Él se quedaba a dar las cenas y aquel restaurante era uno de los más concurridos de la zona, así que Marina siempre estaba dormida cuando él regresaba del trabajo. Aquella noche no.


Tampoco las siguientes. Estuvo haciendo un fino trabajo de investigación diaria durante el tiempo suficiente como para que una de aquellas noches sucediera algo. Y fue así. En una de sus visitas a las terrazas vio cómo su marido dejaba escapar un beso fugaz a su compañero de trabajo. En su habitual duda de mujer abnegada creyó que lo que había visto no era verdad. Pensó que el sueño y los nervios de saber que su hijo se quedaba solo en casa por un rato cada noche la estaban consumiendo. Así que siguió con la vigilancia nocturna otra temporada más, lo bastante como para ver lo mismo otra madrugada. Y entonces recordó las orejas coloradas. Y entendió los modos cambiantes. Y volvió a pensar que no podía ser. Y sintió que estaba viviendo una película. Y al fin pensó que qué estaba haciendo con su vida.

Estuvo haciendo un fino trabajo de investigación diaria durante el tiempo suficiente como para que una de aquellas noches sucediera algo

También pensó en su hijo, que algún día crecería y habría que explicarle algo. Aunque no sabía tampoco el qué. Incluso llegó a pensar que qué había hecho ella mal. Encontrar en él un reconocimiento de lo que estaba pasando fue complicado: era ella a la que siempre le tocaba tener la culpa y era ella también la que siempre hacía mal las cosas. Habría sido más sencillo que fuera él el que la dejara. Pero tampoco él quería dejar una vida por otra. A veces, es conveniente tenerlo todo.

La separación, la custodia, el piso… todo fue lo de menos. Lo demás fue enterarse de que su marido llevaba años con esa práctica. Lo brutal fue saber que no había sido aquel compañero el primero. Lo peor fue conocer que era solo sexo lo que había tenido su marido con otros hombres pero fue aquel otro camarero quien le hizo cambiar porque se enamoró.

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