Blog | Permanezcan borrachos

Y usted, ¿cómo se llama?

Nunca me había parado a buscar un nombre de persona hasta que supe que iba a tener una hija, y me pareció la tarea más difícil de mi vida. En casa creímos enloquecer

TODOS TENEMOS un nombre, lo que puede empujarnos a creer que resulta sencillo hacerse con uno. Nada más lejos. Nunca me había parado a buscar un nombre de persona hasta que supe que iba a tener una hija, y me pareció la tarea más difícil de mi vida. En casa creímos enloquecer. ¿Y si nos equivocábamos? ¿Y si le llamábamos como no era? Un mal nombre podría representar el mayor error de su vida, y solo sería el primero. Para qué nos habremos metido en este fregado, recuerdo que pensé. Qué horror. Habría que ir con pies de plomo. Apenas teníamos claro que, fuese chico o chica, no se llamaría como sus padres, ni como sus abuelos, ni como nadie de la familia. Dije el primer nombre que me vino a la cabeza. "Helena. Helena con hache". Y así la llamamos. A la primera.

Las cosas difíciles se ocultan a veces bajo el aspecto engañoso de las cosas fáciles. Esta es una de ellas. No porque sean nombres de personas. Me parece igual de difícil encontrar nombres para mascotas, objetos o personajes literarios. Me da envidia Norman Mailer cuando aseguraba en una entrevista en The Paris Review que "dejo que el nombre surja solo, pues he descubierto que los nombres de mis personajes generalmente tienen raíces en el libro". En mis primeras novelas, escritas y después destruidas, me limitaba a usar los nombres de mis amigos. Era cómodo. Cuando necesitaba uno, telefoneaba a un colega y le pedía permiso para llamarle como a él a un personaje. Cada uno reaccionaba a su manera; estaban los que reclamaban ser "uno de esos borrachos que hay siempre en tus relatos", y los que se ponían a la defensiva, como Sergio, cuando me advirtió que me cuidase mucho de "contar lo de aquella noche de cocaína en Ibiza; porque tú también estabas, tengo que recordarte".

Con el tiempo, me vi obligado a abandonar ese recurso. No tenía amigos bastantes y empezaba a repetir sus nombres en distintas novelas. En una acción desesperada, para algunos relatos opté por una vieja táctica, que consistía en tomar el nombre de un personaje de una novela del siglo XIX y mezclarlo con el apellido de un personaje de una obra contemporánea. Mi idea es que no hay que complicarse la vida, como George Simenon, que dos días antes de sentarse a escribir una novela decidía en qué lugar iba a discurrir, y cogía la guía de teléfonos para buscar nombres, y un plano de la ciudad para saber exactamente dónde sucederían los hechos.

Cualquiera tiene un nombre. En El amante de lady Chatterley, Lawrence recreó un momento irrepetible para la literatura al bautizar los genitales de Constance y Mellors como Lady Jane y John Thomas. Un buen nombre a veces lo es todo, aunque solo sea un seudónimo. Pensemos en la narrativa pulp española, cuyos autores en los años cincuenta se ocultaban bajo nombres hipnóticos, como Silver Kane, Curtis Garland, Keith Luguer o George H. White. Llamarse bien es fundamental, casi un camino al éxito. En los tiempos del instituto estudié con un compañero interesado en la música new age, y que ahora es cantante de orquesta. Tenía un nombre común, casi tosco, y algo deprimente. Un día grabó una maqueta y se la envió a Ramón Trecet, que dirigía un programa en Radio 3 que daba chance a la clase de música que componía mi amigo, que un día recibió una carta del propio Trecet: "Su trabajo resulta muy interesante. Tiene posibilidades. Pero hágase un favor, amigo, y búsquese otro nombre".

También existe la opción de no llamarse, supongo. No conozco muchos casos. Uno es el de aquel lugarteniente del gánster Dutch Schultz, que aparecía en Cotton Club, de Ford Coppola. "¿A ti cómo te llaman?", le preguntaban en un momento dado. "A mí nadie me llama", respondía. "¿Ni siquiera tu madre?", insistía su interlocutor. "Yo no tengo madre. Me encontraron en un cubo de basura", y zanjaba el asunto. En un sentido parecido, una noche en una discoteca le pregunté a una chica cómo se llamaba, y me respondió "¿a ti qué mierda te importa?". Siempre pensé que en realidad no tenía nombre.

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