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Dictador a la gallega

E n aquella lotería de 1992 que premió a Barcelona con unos Juegos Olímpicos, a Sevilla con una Exposición Universal y a Madrid con una Cumbre Iberoamericana, los gallegos nos vimos en la obligación de recurrir a la siempre farragosa pedrea para comprobar que nuestro número también contenía una pequeña recompensa: nos había tocado en suerte la visita de Fidel Castro, gratificación que tampoco nos iba a sacar de pobres pero a la que nadie puso mala cara ni osó mirar el diente.

Con el paso del tiempo, sin embargo, se percibe entre los hijos y nietos de Breogán la sensación de que lo que entonces pareció un triste consuelo se ha convertido en el auténtico premio gordo del sorteo. Y es que cada vez somos más conscientes los gallegos del tesoro impagable que suponen el archivo fotográfico y las crónicas que la visita del hoy difunto dictador cubano nos dejó en herencia. Mientras los edificios de diseño levantados para la Expo se reconvierten en vulgares discotecas de polígono o, simplemente, se caen a pedazos, las fotografías de Fraga y Fidel jugando al dominó se revalorizan como lo que son: auténticas obras de arte. Mientras Barcelona se asfixia bajo la marea incesante de turistas que provocó la publicidad olímpica, con una ciudad remodelada en la que resulta más sencillo encontrar un empleo que un monumento sobre el que no haya vomitado un inglés, en Galicia todavía es posible sentarse a la sombra de unos centenarios soportales para regocijarse leyendo fragmentos como el siguiente, publicado en su día por el diario ABC: "Los partidos de la extrema izquierda gallega dieron cuenta de unas empanadas gracias a Fraga, mientras que un poco más allá, periodistas cubanos que trabajaban en Miami y a los que el dictador aplicaría el calificativo de gusanos, saboreaban unas espléndidas sardinas que les pagó Fidel".

La visita del líder cubano vino precedida de un viaje a Cuba de Don Manuel Fraga Iribarne, un acontecimiento que encaja como anillo al dedo en la definición de realismo mágico y que nos invita a profundizar sobre si dicha tendencia literaria nació en Sudamérica o , simplemente, forma parte de la herencia que nuestra emigración dejó allá, durante los tiempos de la gran diáspora. El mundo entero se frotó los ojos mientras contemplaba al fundador de Alianza Popular recorriendo algunas calles de La Habana sobre una volanta de gala, ataviado con una camisa de estampado colorista y sombrero Panamá, más que atónitos ante el brindis con queimada que el dictador comunista y el antiguo ministro de Franco escenificaron frente a las cámaras en uno de sus múltiples encuentros durante el viaje. "La pruebo pero solo para saber si está caliente", advirtió Fidel. "Caliente está ma non troppo", respondió Fraga tras explicar a su anfitrión las cualidades espirituales de nuestra bebida por antonomasia. En otro momento glorioso, preguntado sobre la posibilidad de que Cuba pudiera afrontar una transición a la democracia como la que había tenido lugar en España, Don Manuel se sacó del sombreo Panamá una respuesta de esas que solo salen de una chistera o de una cabeza capaz de albergar a todo un estado: "Las transiciones tienen su dificultad, son como un parto. Yo nunca he entendido como un niño pasa por donde pasa pero pasa, gracias a Dios".

Al año siguiente aterrizó Fidel Castro en el aeropuerto de Lavacolla y además de con varios desfiles de gaiteiros, el auténtico ejército regular de Galicia en los tiempos de Fraga, fue agasajado con un caballo, una visita a una conservera, un viaje en barco por la costa de Burela y una visita al pueblo natal de su padre, Armeá de Arriba, en el municipio lucense de Láncara. Allí se declaró un gallego más. Aprovechó, también, para saludar a sus primas Victoria y Estelita, visitó la casa que vio nacer a su progenitor y disfrutó de una romería al más puro estilo gallego, con empanadas, pimientos, sardinas y un pelotón de pulpeiras picando cabezas y tentáculos como si de ellas dependiera el éxito de la revolución. No faltó la queimada ni la posterior partida de dominó que Fraga se apuntó por un apurado 2-1.

Con la muerte de Fidel empiezan a sucederse los balances sobre sus casi sesenta años al frente o detrás de la perla del Caribe. En un mundo donde no hay muerte que no se ideologice, la suya está deparando un espectáculo que no desmerece a su potente y controvertida figura: sanguinario tirano y demonio barbado para unos, padre de la revolución e inspiración vocacional para otros. En uno de sus discursos más citados, Fidel se mostraba seguro de que la historia será justa y lo absolverá, algo que cuesta creer contemplando su obra sin demasiada pasión ni excesiva aversión. Su revolución terminó con una dictadura calamitosa decorada con casinos, gánsteres y putas para alegría de un pueblo que confió ciegamente en el nuevo mesías. Su gobierno, sin embargo, se convirtió en una cara b del mismo despotismo que aseguraba combatir. Un simple repaso al estado de las libertades en Cuba demuestra que tras el merchandising con la cara del Che Guevara y su discurso anticapitalista se esconden las sombras de un régimen que de tan paternalista terminó por asfixiar a los que llamaba hijos de la revolución. No hay buenas intenciones que justifiquen las atrocidades cometidas bajo su mandato, no hay imperio del mal que blanquee su propia oscuridad ni absolución posible para un déspota del chándal que murió como mueren todos los dictadores gallegos: de viejos y recostados en una cama.

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