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La España de los anuncios

SUPONGO QUE, a estas alturas de la película, todo el mundo habrá visto ya el nuevo anuncio de la Lotería de Navidad al menos una vez. Se trata de una historia dulzona y sensiblera sobre una maestra de escuela, una tal Carmina, que cree haber sido agraciada con el premio gordo del sorteo al confundir imágenes de archivo con la más fresca y radiante actualidad. A partir de ahí, su familia y el resto del pueblo se lanzan a interpretar una farsa amable y efectista con la intención, más o menos sana, de no quebrar la repentina felicidad de la pobre mujer, actuación en la que colabora lo más granado de las fuerzas vivas de cualquier pequeña localidad: la peluquera, el estanquero, el dueño del bar y hasta una pareja motorizada de la Guardia Civil. La cosa termina con una farra espectacular en un faro centenario con gran despliegue de champán, canapés y toda la pesca, momento en el que Carmina decide hacer entrega del boleto premiado a su hijo, un tipo de aire taciturno y aspecto de parado de larga duración. 

El corto cinematográfico en cuestión se merece, a mi juicio, una pormenorizada reflexión tanto en el fondo como en las formas, un análisis desapasionado que se aleje tanto como pueda de las acaloradas polémicas que han acompañado su emisión desde el mismo día del estreno. Si de algo puede presumir este país, sospecho, es de un exceso evidente de colectivos y organizaciones esperando turno para mostrar su indignación por cualquier carallada, de ahí que la historia de la incauta maestra haya desatado la furia de un buen número de supuestos afectados. Así, por ejemplo, la Asociación Democrática de Pensionistas, la Asociación de Familiares y Enfermos de Alzheimer de Salamanca o los Amigos del Nesquick han alzado sus voces desde el minuto uno, molestos por el tratamiento dispensado a las personas mayores, a los afectados por dicha enfermedad e incluso a los yonkis de la marca de cacao en cuestión, convencidos de que los primeros segundos de la ficción publicitaria son un claro guiño a los usuarios de su odiada competencia, el Cola Cao. 

La historia comienza en una casa humilde, en una cocina azulejada con el calentador a la vista en la que una abuela prepara un opíparo desayuno para un nieto borde, desganado y al que intuimos serios problemas con las drogas. Mientras el desagradecido muchacho se mensajea con algún conocido a través del móvil, posiblemente uno de sus camellos habituales, la amable Carmina enciende el televisor y se encuentra con los niños de San Ildefonso cantando el premio gordo del sorteo. Como ya he dicho, se trata de imágenes de archivo de algún sorteo antiguo pero la pobre señora se deja llevar por la euforia y corre en busca de Puri, una amiga suya con la que comparte número y, posiblemente, tratamiento para la circulación. A partir de ahí, hijo y nieto se lanzan a poner de acuerdo a todo el pueblo para mantener viva la ilusión de la vieja, momento preciso en el que un espectador medio comienza a sentir un nudo en la garganta y resulta imposible contener las lágrimas. "¡Qué bonito, joder!", piensas al tiempo que te convences a ti mismo sobre las ventajas de vivir en el país recreado en el anuncio. 

La España de la publicidad es el mejor país del mundo, en eso no pueden competir con nosotros ni los americanos ni los orgullosos escandinavos con todo su civismo y su tan cacareado bienestar social. Uno se apalanca frente al televisor diez minutos y lo mismo siente ganas de abrazar a la maestra de la lotería que de comprar acciones a Nueva Rumasa, no hay manera de resistir el encanto que desprende nuestra piel de toro cuando la soñamos, cuando la convertimos en ficción y nos dejamos mecer por el tono cálido de las imágenes y la música de fondo. Da igual que el anunciante sea Campofrío, Estrella Galicia, el Ministerio de Hacienda, Ratibrom o el matrimonio aquel de Don Pino, los de "de madera, madera". Termina el spot y uno siente unas ansias irrefrenables de salir a la calle a gritar "yo soy español, español, español", comprar Bonos del Estadoe invadir Gibraltar, Portugal y, ya de paso, media Francia. 

Sin embargo, la realidad no tiene demasiado que ver con la ficción. El otro día, aburrido, me dio por imaginar cómo sería el anuncio de la lotería si se hubiese rodado en Campelo, mi pueblo. Lo más probable, por dejar un cierto margen a la duda, es que el nieto de Carmina hubiese montado una rave en el salón y algún invitado desconocido vomitase en las cortinas. Su hijo, a su vez, ya estaría borracho a esas horas de la mañana tras ir a sellar la tarjeta del paro y entretenerse, de regreso a casa, a tomar unos chatos cortados y tentar a la suerte frente a la voluptuosa máquina tragaperras. El dueño del bar, amable y desinteresado en la ficción, se desgañitaría gritando quién carallo iba a pagar semejante dispendio mientras que Puri, la peluquera, y las chicas de la conservera, se reunirían en algún lavadero del pueblo para despellejar a la pobre maestra mientras se persignan y ríen a mandíbula partida: "Siempre se creyó mejor que las demás", dirían. Y luego está el momento final, ese en el que Carmina decide que la felicidad consiste en ver felices a los suyos y entrega el boleto al inútil de su hijo. La verdad, no sé qué tipo de abuelas creen ustedes que abundan en España pero la mía no soltaría el boleto hasta que se lo arrancasen de las garras un par de médicos forenses. Y es que, en definitiva, somos un gran país pero no la Disneylandia latina a la que nos transportan los anuncios de televisión, quién sabe si por suerte o por desgracia.

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