Blog | Permanezcan borrachos

Último día en el Nebraska

Me senté al principio, contra una pared acolchada, roja. Todos cenaban acompañados menos yo. Lo quise así

EL 28 de diciembre pasado por la mañana entré por última vez en la cafetería Nebraska de la calle Alcalá 18, y pedí un desayuno. También había estado cenando la noche anterior, solo, mitad triste mitad alegre. Pocos días después, aquel Nebraska y todos los demás que había en Madrid cerraron sus puertas para siempre, con su modernidad avejentada dentro. Caía un emblema. Ningún cliente pudo pasar a despedirse, como en los funerales. No hubo funeral. No quedó un resquicio por el que decir "adiós" o "chao". Fue como pisar una hormiga campestre. La pisas y ahí se acaba la historia; continúas tu paseo por el campo. Puro capitalismo, con sus éxitos, sus bancarrotas y su vuelta a empezar. Ese proceso, casi biológico,dejó un hermoso destello a los pocos días, con los exempleados revelando la composición de la famosa mostaza del local, resultado de mezclar mahonesa casera con mostaza de la marca alemana Kühne Senf.

Los días y sus asuntos me llevaron este martes a recoger unos zapatos que había dejado a arreglar,y al abrir la cartera para pagarlos,allí encontré, junto a un billete de diez euros arrugado, el tíquet de la cena del Nebraska. No sé por qué lo había conservado. Nos pasamos la vida atesorando resguardos, por si acaso. De vuelta al piso, con los zapatos arreglados, me fijé otra vez en el tíquet. Me había atendido Yolanda, que me sirvió un sándwich Habanero y dos Estrella Galicia. La cuenta se emitió a las 23.12 horas. Me pregunté cuántos tiquets como aquel habrían sobrevivido al cierre del Nebraska en las carteras de otros clientes, o arrugados y arrojados en alguna calle sin barrer, a merced de las inclemencias del día y la noche, de los peatones y sus pasos. Era evidente que el mío no servía para nada, pero volví a guardarlo, mientras me reprochaba por qué lo guardaba, y me respondía que por si acaso.

Aquella noche el Nebraska era un hervidero. La gente parecía muy contenta, como si las especialidades de la casa prestasen la felicidad. Vivíamos ajenos al adiós. El local se moría y nosotros comíamos y bebíamos. Aparecí en buen momento. Había solo dos mesas libres. Me senté al principio, contra una pared acolchada, roja. Todos cenaban acompañados menos yo. Lo quise así. Hay días que bastante tienes contigo. Recuerdo que mientras cenaba abrí junto al plato un libro de Roger Wolfe y leí varios poemas. En uno de ellos el autor hablaba de la poesía y su escritura. "Me metí en esto/ cuando el mundo/ no se había acabado/ todavía./ Ahora/ hace ya tiempo/ que todo ha terminado./ Pero a veces/ aún rasco con la pluma/ en el papel./ La escritura es un eccema/ que cuesta erradicar".

A mi lado cenaban un padre y una madre con su hijo, de unos diez años. Se gastaban bromas, se ponían serios y volvían a gastarse bromas, como si la vida no pudiese parar de girar. Al menos en dos ocasiones sorprendí a la mujer mirándome con pena. Quizá pensó que no tenía con quien cenar, y por eso cenaba con libro abierto,y de poesía. Al descubrirla, y creer que me compadecía, me acordé de aquella frase de El sur, cuando Borges afirma que "la soledad era perfecta y tal vez hostil".

Al acabar de cenar me fui al hotel y de nuevo abrí el libro. A los pocos días, los Nebraska cerraron sin avisar, para evitar los adioses. Solo quedaron en pie los recuerdos atesorados por sus clientes, y acaso la fórmula de la mostaza, que como en todos los secretos rotos, dejó una estela de decepción. La prisa se lo llevó todo. Vivimos en la era de la velocidad. Hubo un tiempo en que las cosas importantes eran lentas. Incluidas las despedidas. Nunca acababas de decir adiós. A mí me pasó cuando trabajé en un periódico que iba a cerrar. Cada noche, por si acaso, te despedías del ordenador, de la mesa, de la silla, de los compañeros, de tus reportajes enterrados en la hemeroteca. Al final me fui yo y el periódico siguió publicándose. Pero allí aún siguen pensando que cerrará cualquier día, y sus periodistas se despiden de él a diario, para que el final no los sorprenda. Hay mucha tristeza y encanto en decir adiós.

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