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Si yo fuese editor...

El libro era un compendio de prosas que no engañaban a nadie: aquello era poesía. Las palabras funcionaban como brasas y el lenguaje brillaba

SI YO fuese editor, o editora, leería la poesía de Carmen Pereiras en gallego y me preguntaría cómo es que nunca había oído hablar de ella. Tal vez rompería algo que hubiese sobre la mesa, de valor moderado, o arrojaría un portalápices contra la pared, para calmarme. Estaría muy cabreado, pensaría que no tengo olfato, y recogería los bolígrafos y rotuladores del suelo, o barrería los trozos de cristal. Después pasaría a la acción y me apresuraría a publicar a la poeta gallega en español antes de que lo haga otro.

Carmen Pereiras gastó miles de noches en un periódico. Primero como redactora y después en el archivo. Yo la vi hace 15 años, cuando ya había dejado el periodismo y era la responsable de custodiar el patrimonio del diario. Me impresionó el modo en el que se sentaba a su mesa, ante su ordenador, con la hemeroteca a la espalda. Su cuerpo se sometía a la dictadura de la línea recta. No oscilaba. Era una vela encendida, inagotable. Me figuraba que respiraba muy despacio para no generar curvas. Cuando llegué a aquel diario casi nadie recordaba que ella había escrito en él. Carmen simplemente era la responsable del archivo. Llegaba por las tardes, a eso de las cinco, invisiblemente, y se encerraba con la puerta abierta en una sala gélida, arrasada por la luz artificial. No había calefacción, así que se fue adueñando de ella un frío antiguo. Si necesitabas algo, aunque no existiese, ella lo encontraba.

Hablaba de la derrota, la soledad, la muerte, el amor. Nada sobraba ni faltaba

Un día me fui del periódico. Pasaron varios años. No aprendí nada y volví. Allí seguía Carmen, quemando sus noches, casi en secreto. El tiempo no había alterado las líneas rectas. El frío del archivo era ahora todavía más viejo y triste. Un sábado entré en una librería y, sin buscar nada, encontré un libro titulado Pequenos infinitos, de Carmen Pereiras. Me dije "qué causalidad, otra Carmen Pereiras". Qué idiota. Con el tiempo me acordaría de Borges, cuando su fama era solo un asunto europeo, y un día, en la biblioteca de Buenos Aires en la que trabajaba, un compañero que se entretenía con una enciclopedia se encontró con otro Borges: "Mirá, Borgie, este tipo se llama como tú y nació en tu cumpleaños". Empecé a temer que solo existiese una Carmen Pereiras y me llevé el libro, un compendio de prosas que no engañaban a nadie: aquello era poesía. Y qué poesía. Las palabras funcionaban como brasas. Había que pasarlas de una mano a otra para no quemarse. El lenguaje brillaba, como si fuese de estrena, y al leerlo notabas que una parte se revelaba y otra se escondía, generando misterios en los que se fabricaba la felicidad. Hablaba de la derrota, la soledad, la muerte, el amor. Nada sobraba, nada faltaba.

Comenté aquel hallazgo con algunos compañeros del periódico. No tenían ni idea de que Carmen Pereiras escribiese. Qué raro, trabajaba en el archivo, por qué iba a escribir, razonaban. Al fin un día me decidí a hacerle una visita. Estaba sentada, muy recta, y casi me negó, por pudor, que fuese la autora de aquel libro. Le producía miedo que la leyesen. A partir de entonces empezamos a hablar más a menudo. Nos prestábamos obras, nos recomendábamos autores.

Me fui otra vez del periódico, para siempre. Nos escribíamos y de vez en cuando quedábamos en alguna cafetería. En uno de esos encuentros me entregó un sobre cerrado. Fue parca y críptica en explicaciones. Al llegar a casa lo abrí y eran poemas. Y qué poemas. Transmitían cierta desolación, más misterio, y por supuesto ardían de maravilla. ¿Cómo podía no ser Carmen ya una autora contrastada? Transcurrieron algunos meses. Incluso años. Yo le preguntaba si seguía escribiendo, y ella respondía que no. Entonces le repetía la pregunta y admitía que sí, escribía, pero sin saber por qué. Se los pedí. No son gran cosa, decía para justificar su resistencia. Había bastante obra, y me confesó que aún había más. Reuní la poesía escrita en gallego y se la envié a un amigo, que se la mostró al editor Luis Alonso Girgado. Todo fue rápido, recto, y la semana pasada se publicó Onde a alma é unha choiva, en Edicións Follas Novas. Ahora toca reunir la poesía en español. Si yo fuese editor, o editora, querría leer esos manuscritos enseguida.

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