Blog | Que parezca un accidente

Me acuerdo de ver caracoles

A LO LEJOS SE escuchaba un saxo. Alguien estaba interpretando el principio de ‘Blues for Alice’ de Charlie Parker y el sonido llenaba mansamente las galerías. Era una mañana azul y transparente. De frío y de sol. Por las claraboyas entraba una luz serena que envolvía el lugar en una claridad enigmática. Me senté en una de las mesas de la terraza interior y pedí un café. Un par de chicas con carritos de bebé charlaban a mi lado. Algunos vecinos cruzaban hacia el mercado. Charlie Parker seguía sonando desde el fondo, emergiendo del saxofón que algún cliente probaba en la tienda de instrumentos musicales. La vida acontecía tranquila y agradable aquella mañana en el barrio. Resultaba imposible no querer perderse en ella al menos durante un instante.

Mi infancia transcurrió en un edificio sin barrio. Una casa de diez plantas y ochenta familias ubicada en una de esas calles del centro que no pertenecen, en realidad, a ningún lugar. No había pandilla del barrio. Ni bares del barrio. Ni parques del barrio. Había niños y bares y parques, pero no había barrio. No bajabas a la calle por la tarde con la bici y te juntabas en la plaza con el resto de chavales. Salías con tus padres el domingo, impecablemente vestido, y te sentabas con ellos en la terraza de alguna cafetería, junto a otros padres y otros niños tan encerrados en el centro de la ciudad como lo estabas tú.

Los años han pasado, sin embargo, y ahora que, por fortuna, soy pobre, he podido permitirme mudarme a un barrio. Y aquí llevo ya siete años.

Pensaba en esto mientras estaba allí sentado, contemplando cómo la mañana avanzaba despacio en aquellas galerías, cuando, desde una de las cafeterías de al lado, me saludó Arturo, mi panadero. El hombre al que le compro pan y cruasáns todos los domingos. Sonrió, levantó una mano e hizo un gesto con la cabeza que decía «¡qué bien vives, Manuel!». Y recordé lo mucho que disfruto de los domingos en el barrio. Cómo los edificios duermen hasta media mañana y la grata quietud que los acompaña. Lo mucho que me gustan los paseos a primera hora, al volver de la panadería, y ver cómo poco a poco las persianas se van desperezando, el aire circula entre las ventanas y los portales comienzan a llenar la calle de gente, que se va adueñando de los bares y los bancos de la plaza. Hay algo fascinante en ese revuelo que se forma en torno al vermú y las cañas y el aperitivo. Y en la forma en que se desvanece de repente a la hora de comer.

Cuando era pequeño solíamos visitar a mi abuela los domingos. No me acuerdo del trayecto hasta su casa ni de las conversaciones que mantenían ella y mi madre. Me acuerdo de una cuesta que había al lado de su casa y que conducía a un descampado. Me acuerdo de ver caracoles. Y me acuerdo de la confortable sensación que, por alguna razón, me producía llegar a su barrio.

Me sucede de nuevo hoy en día, cuando regreso al mío. Todavía faltan un par de manzanas, pero sabes que has llegado a casa. Todo el mundo se conoce, la gente de las tiendas trata a los vecinos por su nombre, siempre te encuentras con alguien al que un día, por ejemplo, ayudaste a transportar unas cajas; o que en alguna otra ocasión te echó una mano a ti, como aquella vez que te quedaste sin batería en el coche en pleno invierno. Os saludáis con afecto y seguís caminando. Ni rastro de niños domesticados, impecablemente vestidos, sujetos a una silla por el qué dirán. No hace mucho he salido a la calle en pijama y pantuflas. Se había fundido una bombilla en el cuarto de baño y bajé a la ferretería que hay al lado de mi casa a comprar otra. Sin más. Tal y como estaba vestido. Dudo mucho que a alguien le resultase extraño. Al salir me encontré con Arturo, mi panadero, que hizo un gesto con la cabeza que decía «¡qué bien vives, Manuel!». Y subí a poner la bombilla en el baño.

Terminé mi café, pagué y decidí marcharme de las galerías. Tenía tanto trabajo pendiente que me urgía llegar a casa para sentarme a no hacer nada de nada. Al salir me di cuenta de que las notas de Charlie Parker no provenían de la tienda de música. Era un disco en directo de algún otro saxofonista que se escuchaba por los altavoces del viejo videoclub. Un videoclub que, por cierto, se llama Vítels. Con uve. Y con tilde. Otra de esas cosas maravillosas que también suceden en los barrios.

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