Opinión

Córtaselo como siempre

Poco material hay escrito sobre las peluquerías. Poco para todo lo que ofrecen. Se podría escribir un diario y ningún día carecería de trama (me pido el copyright de la idea). Hay en estos lugares patrones que se repiten casi día tras día y, desde luego, hay patrones que pasan de generación en generación. Hay tantos berrinches de niños como rabietas de madres y padres por la misma razón: el corte de pelo.

Existe la clásica fórmula "llega el verano = hay que cortarle el pelo al niño", en la que el menor observa con desazón cómo una maquinilla lo deja preparado para ingresar en el Ejército. Que si el calor fuese la razón verdadera del desastre, las niñas deberían ser skins desde los tres años en contratos fijos-discontinuos. Pero de esto ellas se libran (de esto).

Ellas sufren más el gusto de sus progenitores: si la mamá quiere una niña con flequillo, da igual las lágrimas que derrame la pequeña, llevará el pelo sobre la frente. Si el papá quiere una niña de larga cabellera a lo Rapunzel, ya puede ir la chiquilla aprendiendo a caminar a tropiezos con su pelo. Los niños no suelen tener decisión: hasta su estética depende de sus padres. Eligen su ropa, su colegio e incluso su peinado.

Pocos son los adultos que muestran fotos de su niñez orgullosos del pelo que lucían años atrás

Ni que decir tiene que este conflicto, solucionado casi siempre de forma dictatorial, se agudiza a medida que los niños crecen. Ponemos a nuestros hijos a ver el fútbol pero ¡ay del que quiera el corte de pelo del futbolista de moda! Ni un flequillo hacia arriba y quítame de ahí esa gomina. Ellas suelen querer el pelo sobre la cara llegadas a la edad de los granos mientras reciben los gritos de sus madres, que creen que a los 15 años podrían ponerles todavía un lazo de lado inversamente proporcional al tamaño de su cabeza como esos con los que las convertían en ‘cupcakes’ a los cinco años.


Ocurre desde hace un tiempo un nuevo fenómeno que demuestra de manera obvia lo que los psicólogos llaman proyección de los progenitores: la camomila. Deje de pensar en manzanilla. Observe a su alrededor y encontrará en cualquier recóndito lugar a niños con mechas, niños con raíz y niños rubios con padres como El Pescaílla y Lola Flores. Es la droga del siglo XXI para padres aparentes: la camomila. Una flor. La hay pura, que ejerce como tinte, y la hay en versión light, en champú. Ambas versiones provocan, con distinta intensidad, que los niños se conviertan en clones con un color de pelo tirando a paja, extraño y seco a partes iguales.

Provoca también la camomila que los padres sean felices creyendo vivir en un catálogo de ropa infantil de vestidos a cien euros o en un reportaje de la realeza en la revista Hola, de esos que también ven en las peluquerías mientras sus hijos le ruegan en voz baja al peluquero o peluquera que no haga caso a sus padres en cuanto a corte de pelo se refiere. En la camomila poco pueden hacer los chavales: suele ser utilizada a traición en la supuestamente relajante hora del baño.

Y ahí van los niños, en fila, con mechas fingidas, como si vivieran y patinaran en California pero a cinco grados de mínima y catorce de máxima según la previsión de los IPhone de sus padres.

De la vida y las agallas de los profesionales de las tijeras poco hablamos también, y de sus argucias para convencer tanto a niños como a padres. A los niños, de que sus padres tampoco son lo peor y de que algo de razón tienen y a los padres, de que sus gustos están algo pasados y que los niños algún derecho tienen sobre ese pelo que no decidieron traer al mundo. Y todo a golpe de risas y sonrisas, escondiéndose para hablar con unos y con otros a escondidas entre lava cabezas y rulos como si del mejor coach o mediador familiar se tratase. Poco se habla de ellos, perdonen la insistencia.

Claro que seguimos sin pensar que los niños tienen sentido de la ética y de la estética y se miran estos críos en los espejos (sí, ellos también se miran) pensando que querrían el pelo más largo, más corto, más así o menos así mientras observan que su madre se tiñe, que su padre se cambia el corte de pelo y/o se deja barba y todo parece normal cuando no lo es. Y luego, los disgustos al descubrir el primer tatuaje a los 18 y las bolsas de cambio que tanto espacio ocupaban en los baños de la entrada de Estudio 3.

Y mientras pasa la vida, los profesionales de peluquería son testigo desde hace años de una férrea educación capilar de padres a hijos por más Montessori y Waldorf que se prodiguen por aquí y por allá.

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