Blog | Que parezca un accidente

La juventud se ha vuelto loca

DURANTE MIS años universitarios, en el piso de estudiantes en el que vivía en Santiago de Compostela solían desaparecer los mecheros. Nunca faltaba tabaco. Faltaban los mecheros. Como si el apartamento formase parte de alguna suerte de infraestructura clandestina amañada por nuestros padres para obligarnos a dejar de fumar de un modo retorcido y ridículo.

En la cocina no había hornillos de gas, sino vitrocerámica, por lo que tampoco disponíamos de cerillas. Cuando a alguno de nosotros le apetecía fumar, liaba un fino pero espeso canuto de papel higiénico, lo humedecía con agua y lo ponía a secar sobre la placa hasta que, finalmente, entraba en combustión, lo que provocaba siempre cierta euforia y primitivos gritos de victoria. Si se hacía directamente con el canuto seco, éste se quemaba pero no ardía. El proceso de remojo previo era fundamental.

En cierta ocasión, al regresar a casa después de una noche muy larga, alguien tuvo ganas de fumar. No recuerdo quién era. Tal vez ni siquiera viviese allí. Enrolló la mecha improvisada, la humedeció, encendió la vitrocerámica y, en lugar de sujetar el canuto de papel sobre el fogón, lo dejó apoyado justo en el borde para que se fuese secando mientras él descansaba la vista un instante en el sofá del salón. Estaba tan cansado y somnoliento, el pobre, que necesitaba sentarse un minutito.

Sofocamos las llamas de la campana de la cocina con Fanta de limón y Coca Cola que había sobrado de la fiesta del día anterior. Tuvimos que pagar nosotros mismos el arreglo, perdimos la fianza y, para colmo, el casero nos echó del piso al poco tiempo y por motivos que no comprendimos muy bien. Se conoce que era un hombre poco razonable. Le explicamos el minucioso proceso de encendido de los cigarros y cómo el azar había querido que nuestro amigo se quedase traspuesto después de toda una noche de copas. «Casi podría decirse que no ha sido culpa suya, antes o después tenía que suceder, era inevitable que esta cocina se incendiase». Pero a nuestro casero todas estas explicaciones le dieron igual. Nos puso en la calle y punto.

Nosotros éramos jóvenes y no comprendíamos por qué nuestras vivencias más cotidianas siempre le sentaban mal a alguien. Una vez, también de camino a casa después de una noche que terminó a media mañana, compramos un par de conejos en la Plaza de Abastos y nos fuimos a hacer carreras con ellos a una calle peatonal cercana. Era una actividad de lo más lúdica e inofensiva, pero un par de policías locales que había allí no opinaban lo mismo y nos dijeron que teníamos que marcharnos porque molestábamos a los peatones y a los clientes de las terrazas. Por fortuna, allí al lado encontramos una caja de madera bastante grande, así que la colocamos en la Plaza de Abastos a modo de puesto de venta y, después de mucho negociar, fuimos capaces de revender los conejos por un precio estupendo.

No era la primera vez que la policía frenaba en seco nuestros sueños e ilusiones, de todos modos. En cierta ocasión, viviendo en otro piso, decidimos llevarnos a nuestro salón los adornos de Navidad que decoraban el jardín que había frente a nuestro portal. Consistían en dos o tres ciervos hechos de alambre, gomaespuma y tubos de luz, así como otros pequeños objetos luminosos inclasificables. No teníamos dinero para alegrar nuestro pisito en fechas tan señaladas y aquellos nos parecieron motivos navideños muy apropiados. No sabemos cómo, pero, a la mañana siguiente, dos agentes de la policía local estaban llamando a nuestra puerta. Se llevaron también, de paso, una señal de Stop que no recuerdo muy bien cómo fue a parar allí.

No comprendíamos por qué nuestras vivencias más cotidianas siempre le sentaban mal a alguien

Todas las semanas nos encontrábamos con alguien que, de forma injusta y arbitraria, se enfadaba con nosotros por tonterías. Como aquella ocasión en la que quisimos entrar en el Hostal dos Reis Católicos cogidos los cuatro de la mano, tres de nosotros en calzoncillos, simulando que uno era el padre y los otros tres éramos los hijos. O aquella otra en la que quisimos pagar en un bar con un billete fabricado por nosotros mismos a bolígrafo sobre un pedazo de papel y que estaba tan bien hecho que, en lugar de llamar a la policía, los dueños bien podían habernos reconocido el mérito. El día que vertimos sin querer una olla de macarrones a la boloñesa por el patio de luces, la noche que hicimos un striptease integral en la discoteca Liberty, el fin de semana que metimos a setenta y cinco personas en nuestro apartamento, etc. Siempre había alguien empeñado en llamarnos la atención.

Reconozco que, tal vez, en alguna ocasión nos descontrolamos un poco. No podemos ignorar que éramos jóvenes y no reparábamos en las consecuencias de nuestros actos. Pero caramba, sobre todo éramos gente civilizada. Teníamos nuestros límites. Líneas rojas que nunca cruzábamos. Estos días pasados he leído que una muchacha de veintiún años ha sido condenada a un año de cárcel por una serie de barbaridades que escribió en una red social sobre el asesinato de Carrero Blanco. A quién se le ocurre. Hay que ser verdaderamente salvaje. Yo no entiendo a esta juventud indómita e insensata de hoy en día. Estos chavales han perdido el norte. No me queda más remedio que pensar que, en la actualidad, la juventud se ha vuelto loca.

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