Blog | Ciudad de Dios

Brujas

EN EL barrio del lavadero despachaban las brujas, un oficio que ha caído en el olvido con el paso del tiempo. Nadie recuerda cómo ni por qué se instalaron en esa parte concreta del pueblo pero pocos son los que no reconocen haber acudido, alguna vez, buscando en ellas las ayudas y beneficios que tan a menudo les negaban los santos, las vírgenes y el propio Dios. Todas murieron antes de que yo naciese pero de pequeño me encantaba escuchar las historias que se contaban sobre ellas por las tabernas, aquellos relatos magníficos sobre unas mujeres que mantuvieron la belleza y frescura del primer día hasta la hora definitiva del adiós. Se dice que conocían los secretos de los minerales y las plantas, con los que preparaban brebajes y salumerios de todo tipo. También comprendían los misterios de las lunas, las mareas y el fuego, aliados suyos en aquel empeño de facilitar las vidas de sus semejantes. Mujeres sabias, solía decir el viejo Ramírez convencido de que el calificativo de brujas no les hacía ni un mínimo de justicia.

Conocían los secretos de los minerales y las plantas, con los que preparaban brebajes

La más apreciada de todas ellas quizás fuese Rosario, la matrona. Aseguran quienes la conocieron que había llegado del sur, en una carreta tirada por dos bueyes que sacrificó ella misma a los pocos días de instalarse, horrorizada por el hambre y la miseria que asolaban la aldea. Era morena, de un pelo negro y brillante que se deslizaba por su espalda como un torrente de obsidiana. Tenía los ojos verdes y los labios rojos, perfectamente perfilados y carnosos, como una actriz de película antigua, así que no fueron pocos los hombres que la rondaron por el día y la soñaron por las noches, incapaces todos ellos de robarle, siquiera, un quizás. Su llegada coincidió con aquel otro suceso del que nadie habla sin asegurar se una cierta confianza, asunto oscuro, serio y desagradable. Sucedió que, desde la capital, había llegado al pueblo un médico flaco y mal encarado, un tipo que solo hablaba castellano y miraba a todo el mundo por encima del hombro. Durante un año entero perpetró innumerables sangrías y, aseguran quienes lo conocieron, no eran pocos los que preferían morir en sus casas antes que confiar la curación de sus males a aquel carnicero con estudios. Sus métodos, arcaicos y desprovistos de sensibilidad alguna, incluían colgar a las embarazas de la travesera de su consulta a la hora del temido parto. Como si fuesen cabezas de ganado en un matadero, les pasaba una cuerda por debajo de las axilas y con la ayuda de los aterrados familiares las elevaba varios palmos por encima del suelo. Luego, mecánico, se afanaba en extraer a la criatura con unos objetos metálicos que él mismo llamaba cucharillas y que al chocar recordaban al estallido de un cruce de sables. "Solo uno llegó con vida a este mundo", recuerda Ramírez. "Y ninguno llegó a conocer a su madre, valiente hijo de puta". Así fue hasta que, un día de otoño, después de descolgar a su mujer en medio de un gran charco de sangre, Canducho Sartal le paso la cuerda por el pescuezo al matasanos, improvisó un nudo de corredera sin grandes alardes y lo dejó allí colgado antes de regresar a casa, cargar su escopeta, y volarse la cabeza de un disparo.

No falta quien las acuse de haberse dedicado a otros oficios igual de lucrativos y peor considerados, algunos tan antiguos como la propia aruspicina. "No todas pero alguna sí se dedicaba al calor de los hombres", dice el viejo

Volviendo al tema de las brujas, tampoco falta quien las acuse de haberse dedicado a otros oficios igual de lucrativos y peor considerados, algunos tan antiguos como la propia aruspicina. "No todas pero alguna sí se dedicaba al calor de los hombres", dice el viejo. En casa de Rosa la Negra, por ejemplo, los solteros y algunos casados se tumbaban sobre esteras de esparto y fumaban pipas rudimentarias de un polen parduzco que llamaban Tierra Santa. Tenía dos habitaciones alquiladas a un par de hermanas de rasgos orientales a las que todo el pueblo conocían como las Filipinas. Al parecer, en cuanto los clientes olvidaban sus problemas y temores, consumidos entre el humo denso y algunos vómitos amarillos, los conducían de la mano a aquellos aposentos oscuros que hoy sirven como almacén a una de las típicas tiendas de barrio. Los marineros aseguraban que visitar a las Filipinas resultaba imprescindible para garantizar buena pesca. Montaban a aquellas muchachitas como si fuesen las propias hijas del mar y, una vez a bordo de sus barcos, llenos de superstición y malas palabras, relataban con pelos y señales sus correrías sexuales a viva voz, convencidos de que sus bravatas tenían la virtud de enfurecer las aguas y obligarlas a escupir toneladas de mariscos y pescados.

Hoy, cuando regresan a puerto con las patenas vacías y los pulmones llenos de tabaco, resulta inevitable recordar aquellos tiempos en los que todo sucedía por alguna razón y cualquier mal parecía tener remedio. De Rosalía, la Negra o las Filipinas apenas perdura un vago recuerdo, convencidos los más jóvenes de la falsedad de tales historias e incapaces, los más viejos, de compartirlas sin sentirse desplazados por un mundo acelerado y entregado en sacrificio a los teléfonos inteligentes, la ropa de diseño y el hedonismo. Al viejo Ramírez no le parece esto ni mal ni bien. "A todo se acostumbra uno", dice. Luego enciende un Ducados, se queda mirando a la vieja casa de Rosalía y expulsa el humo de una sola vez, como si dentro de su cuerpo no hubiese espacio suficiente para tanta nicotina y tantos recuerdos. "Eran buenas mujeres, muy sabias", repite. "Brujas las que tengo yo en casa, que no me llega la pensión a nada".

Comentarios