Blog | Que parezca un accidente

Terminar una novela

MIENTRAS COMÍAMOS en el Pingallo hace un par de semanas, Santiago Jaureguízar aprovechó uno de esos momentos decisivos que a veces ocurren entre unos chocos en su tinta y un sargo al horno para explicarme a grandes rasgos el argumento de la novela que está comenzando a escribir. Hablamos sobre su cronología y sobre el escenario donde se desarrolla la acción, que en este caso no solo sirve de ubicación sino también de motor narrativo. La historia que se le ha ocurrido es francamente buena.

Al terminar, y ya que estábamos metidos en faena, a Santiago le pareció buena idea contarme también el final de la que estoy escribiendo yo. Un gesto que agradecí enormemente, ya que, en ese momento, yo todavía lo desconocía. Le bastó con entrever la motivación de los personajes principales para ajustar bien el desenlace que yo había previsto vagamente para la historia. Es natural. Cuenta en su haber con veinticinco finales.

Al despedirnos regresé a casa dando un rodeo y, mientras paseaba, fui consciente por primera vez de que a la novela no le queda mucho para estar terminada. Y pensé en cuánto me costó encontrar hace dos años la historia que quería contar. Y en todas las vueltas que le di entonces a la trama. Y en las semanas que me pasé esquematizando la acción y describiendo los personajes antes de escribir siquiera la primera palabra. Y en la tabarra que le he dado con el tema algunas noches imperdonables a Rafa Cabeleira. Y en todas las mañanas que me he pasado escribiendo. Y en todas las mañanas que me he pasado borrando. Y al reflexionar sobre todo ello me di cuenta de lo mucho que me aterra terminarla. No por el resultado. No porque pueda estar mejor o peor. Eso ahora no es importante. Sino porque por fin habré llegado al punto al que llevaba tanto tiempo deseando llegar. Y eso, en cierta forma, resulta estremecedor.

A veces no hay nada peor que conseguir aquello que se desea porque, una vez allí, ya no hay forma de volver atrás. Por mucho que uno quiera. Es una sensación que se ilustra muy bien en la escena final de La La Land. En ese instante clave de la película en el que las miradas de Mia y Sebastian se cruzan en el club de jazz y comprenden cómo habrían sido las cosas si él no hubiese tomado la decisión de quedarse en Los Ángeles para lograr su sueño a toda costa y la hubiese acompañado a París. Los dos llegaron a donde deseaban llegar, pero, tal vez, de haberlo sabido, habrían elegido no dejarse a sí mismos atrás.

Recuerdo que en la facultad tenía un amigo al que siempre le molestaba el más mínimo ruido. Se quejaba del ruido en la biblioteca. Se quejaba del ruido en su habitación. Salíamos a cenar de tapas y se quejaba del propio bullicio de la zona vieja. Siempre repetía que en su mundo ideal habría silencio absoluto. Años mas tarde tuve ocasión de llevarlo a conocer una cámara anecoica, totalmente aislada de cualquier sonido y cuyo suelo, techo y paredes eran capaces de absorber todos los ruidos que se produjesen en su interior. Lo único que había allí dentro era el silencio. Fue una experiencia insoportable, me comentó al salir. Apenas aguantó en su interior unos cuantos minutos.

Hay una frase al respecto que suele atribuirse erróneamente a Oscar Wilde: "Lo peor de un sueño imposible es que algún día puede hacerse realidad". Algunos días me veo como ese tipo de mi facultad. Descubriendo lo decepcionante que puede resultar lograr que uno desea. Terminando la novela y comprendiendo que, a lo mejor, lo único que yo quería era escribirla, pero no terminarla.

Porque una vez esté completa, ya no podré seguir escribiéndola nunca más. Se habrá acabado. Tendrá un final. No habrá nada que añadirle. Y en ese instante echaré de menos esos dos años buscando una historia. Y extrañaré darle vueltas a la trama. Y esquematizar la acción. Y describir los personajes. Y darle la tabarra a Rafa con el tema alguna noche imperdonable. Y escribir todas las mañanas. Y borrar todas las mañanas.

No quiero levantarme un día, sentarme en el borde de la cama, contemplar las zapatillas de andar por casa como se contempla el fondo de un precipicio y preguntarme: "¿Y ahora qué?". Por eso a veces creo que lo mejor sería no terminar la novela jamás. Continuar escribiéndola para siempre. Una novela sin fin. Y seguir soñando con acabarla algún día, con la tranquilidad de que ese día, por fortuna, nunca llegará.

Sospecho, sin embargo, que esto es una quimera. Algún día, a base de escribir y borrar, acabaré terminándola. Por mucho que me empeñe en lo contrario. Y entonces sólo me quedará confiar en la inexactitud de las citas apócrifas de Óscar Wilde. Al fin y al cabo, no parece muy difícil.

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