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Ciclismo

HASTA QUÉ punto resulta emocionante seguir el Tour de Francia por televisión que a muchos nos resulta casi imposible mantener los ojos abiertos y disfrutar de unos reparadores minutos de siesta. "No hay nada más placentero que quedarse dormido mientras uno ve a un grupo de ciclistas subir una montaña", escribía el camarada Rodrigo Cota el pasado jueves mientras Froome, Aru, Bardet y compañía afrontaban las primeras rampas del Port de Balès. Es el típico comentario que los puristas desprecian hasta el punto de insultar gravemente al autor del testimonio, como cuando uno dice que solo va a los toros para emborracharse y algún vecino de localidad se escandaliza de tal forma que termina por solicitar la presencia de Policía Nacional para que expulse al hereje de la plaza.

Como Rodrigo, que otra cosa no será pero sí buena persona, la mayoría de quienes nos quedamos irremediablemente dormidos mientras esos guerreros de la carretera conquistan las cumbres de medio mundo, no lo hacemos con mala intención; al contrario. Lo cierto es que nos tomamos muy en serio el asunto y, por lo general, acostumbramos a marcar en el calendario las fechas importantes de las grandes vueltas, las etapas realmente duras y en las que, sospechamos, se decidirá el resultado final de la carrera. Ese día solemos comer ligero e incluso renunciamos al placer de acompañar el café con un copazo de algún licor de la tierra, como sería menester en cualquier casa decente. Nos sentamos frente al televisor en posición de contrarreloj, el pecho hundidos obre las rodillas y las piernas apenas sostenidas en la punta de los pies. Nos mentalizamos ante la exigencia del reto y llegamos a jurar por los siete dioses antiguos y los siete nuevos que esta vez sí, que esta tarde aguantaremos cualquier demarraje que nos lance Morfeo y alcanzaremos esa meta en la que nos espera el champán, el peluche del león, la gloria… Sin embargo, en cuanto recuperamos la consciencia y volvemos a abrir los ojos, nos encontramos con un documental de animales o una telenovela: otra vez nos hemos vuelto a quedar dormidos.


Acostumbramos a marcar en el calendario las fechas importantes de las grandes vueltas


Para quitarle hierro al asunto, suelo convencerme a mí mismo que no hay deporte más completo que dormir. Es una actividad vital para mantenerse en forma, ineludible si uno quiere peinar canas y amenazar a los herederos con no ver ni un triste euro de la supuesta herencia. Desde los párpados de los ojos a las falanges más pequeñas de los dedos, todas y cada una de las partes que componen nuestro cuerpo realizan su función y contribuyen a nuestro buen descanso, no siendo pocas las veces que nos despertamos sorprendidos por una inesperada erección, una muestra más de lo que afirmo y dentro del segmento de población al que yo pertenezco: el de los hombres que nunca hemos valido para nada. En el caso de las mujeres, al menos en aquellas con las que he tenido el privilegio de compartir una cama, el desempeño físico durante el sueño es todavía más evidente: se contonean involuntariamente a lo largo y ancho del colchón, cabecean como hijas de Santillana, se estiran y encogen como un acordeón, abrazan y retuercen la almohada descargando toda su ternura e instinto asesino a partes iguales.

Más allá de su probador efecto anestésico, el Tour de Francia nos recuerda las mejores virtudes del ser humano: la valentía, el tesón, ese inconformismo incombustible que iguala al primero de la clasificación general con el farolillo rojo de la misma. Admirar a semejantes jabatos reporta una cierta felicidad a quienes no poseamos ninguna valía y nos conformamos con regodearnos en nuestra propia inmundicia. Esto es en lo que nos hemos convertido pero hubo un tiempo en el que nuestras aspiraciones consistían en algo más que no dormirnos durante una etapa televisada.

Hace muchos años, recuerdo, mi pandilla decidió que había llegado el momento de imitar a los héroes de la carretera y nos compramos unas bicicletas de oferta que se vendían como churros en el extinto Simago. Aquel fue un ejercicio de suplantación muy bien preparado, sin escatimar en detalles ni en dinero, nada de intentos burdos y mal perpetrados como aquella otra vez que decidimos jugar al hockey y decidimos que la ausencia de patines era lo de menos. Planeábamos las etapas a conciencia, trazamos etapas de todo tipo y nos distribuíamos por equipos atendiendo a la paleta de colores que cada uno manejaba en su propio armario. Nos colocábamos la visera hacia atrás, recortábamos los dedos a guantes de fregar la loza y nos lanzábamos a pedalear por esas carreteras de dios como si el edén de los mismísimos Alpes nos esperase al final de cuesta de Lourido.

Yo, el menos dotado históricamente para cualquier actividad física, y después de un par de kilómetros coqueteando con el infarto de miocardio, decidí que ya estaba bien de hacer imbécil y regresé al punto de partida convencido de que el destino me había señalado para encabezar revoluciones más importantes. Así, mientras esperaba la llegada de los demás, recogí unas cuantas flores e improvisé un podio sobre las escaleras de la iglesia con la ayuda de un trozo de yeso. Me lo tomé tan en serio que incluso intenté estamparle un beso al ganador. Todos se rieron pero, aquella tarde, en aquel pequeño pueblo de la Ría de Pontevedra, el machismo recibía una de las primeras bofetadas donde menos se lo esperaba: en el centro de Campelo.

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