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El silencio tras la música

Eramos un pequeño Vietnam cada domingo. Nos subíamos al autocar como quién asiste a su primera despedida de soltero con apenas doce años, luchábamos a muerte por los asientos de atrás, gritábamos como vikingos. Durante el viaje, por no aburrirnos, enseñábamos el culo por la ventanilla y nos reíamos con fuerza de nuestro propio sentido de la barbarie. Inventábamos juegos para entretener a las niñas o bien las escandalizábamos solfeando tics de pornografía verbal. Fumábamos a escondidas, amparados por aquella nube de tabaco que provocaban los cigarrillos de los mayores, y otras veces bebíamos cervezas de lata que comprábamos en cualquier alto del camino, nada más que niños jugando a los vicios.

Al llegar al destino, uno diferente cada domingo, nos apeábamos sin ningún tipo de orden ni concierto, como una manada de animales peligrosos que se pisoteaban los unos a los otros. Bestias éramos y como tal nos comportábamos, atizados por el instinto animal. Descargábamos los instrumentos entre empujones, pellizcos, tirones de pelo y manos deslizadas bajo las faldas católicas de alguna compañera. Armábamos el esqueleto que nos sostenía como una legión de grillos sin bozal: los acordeones delante, las guitarras en segundo plano, las melódicas y las flautas detrás. De repente se hacía el silencio, el maestro daba la orden y la música comenzaba a brotar de aquellos dedos infantiles. Caras de ángeles, melodías reconocibles… Sin apenas darnos cuenta pasábamos de la tempestad a la calma y la gente, aquella pobre gente, se amontonaba para vernos tocar admirados por la disciplina militar que tratábamos de aparentar mientras los acordes disipaban nuestros demonios. "Un fuerte aplauso para la Escuela de Acordeones de Campelo", decía alguien al terminar, a menudo algún miembro de la comisión de fiestas con bigotillo franquista y maneras de caudillo borracho.

Aquella pobre gente se amontonaba para vernos tocar admirados por la disciplina militar

Es curioso cómo olvida a quien no debe la memoria colectiva de los pueblos. De aquellos dos músicos con tantos sellos en el pasaporte como muescas en la culata apenas se habla ya, quizás alguna anécdota de taberna y poco más: silencio tras la música. Primero se murió Poceiro, arrastrado por una enfermedad que llenó de sombras sus últimos días. A veces pienso en la cara de Luis contándonos que se lo había cruzado en Pontevedra, que el maestro deambulaba, que no reconocía a sus viejos alumnos. ¿Y si también olvidó la música? ¿Y si, de verdad, existe una enfermedad tan terrible que te arrebata los ritmos, los acordes y las melodías hasta dejarte seco, sin nada? Años más tarde, cosas de la vida, llegó la hora de Paredes, el alma de todo aquello. De joven había sido voz y rostro de importantes orquestas, un crooner a la gallega que sujetaba el micrófono con la muñeca floja y desparramaba estribillos con una mano en el bolsillo. No recuerdo si por alguno de los dos se improvisó alguna misa —somos pueblo de misas— pero es seguro que a ninguno se le honró del modo que merecían.

Entre copas, que es como solemos los amigos recordar aquellos años bárbaros, recuerda Ánxel los momentos en que la música cobraba verdadero sentido para nosotros. De la nada, como un espíritu de otro tiempo, aparecía el mítico Diosiño en esta o aquella fiesta, aquel acordeonista de O Burgo que llegó a compartir escenario con los Rolling Stones y al que Poceiro, además de amistad, rendía una profunda admiración. Entre los dos, a veces acompañados de un violinista del que nadie recuerda ya el nombre, improvisaban sesiones de estilo libre que nos dejaban con la boca abierta y una expresión sincera de "cojones, yo también quiero hacer eso". Contrabajo, acordeón, violín… Al lunes siguiente te plantabas en la vieja casa que albergaba la escuela dispuesto a olvidar la dichosa Comparsita e imitar a aquellos tres gigantes. Entonces abordábamos a Poceiro, le implorábamos que nos enseñase a tocar como él, que nos entregase el secreto de la música en libertad. Perro viejo, nos miraba de arriba abajo como quién mide el peso de las intenciones y, por lo general, solía despacharnos con un simple "no me rompáis la cabeza". Pasados unos días, si sospechaba que seguías manteniendo un verdadero interés por aprender, regresaba a ti en silencio y se desvivía por enseñarte todo cuanto sabía, que no era poco.

Paredes era harina de otro costal: siempre paciente, siempre dispuesto, siempre ahí. No importaba que por oídos te hubiese entregado la naturaleza dos tapias de cemento, ni que tu sentido del ritmo durmiera al raso o que no lograses comprender la diferencia entre un bemol y un sostenido. Paredes persistía con la tenacidad de un carnicero polaco, inasequible al desaliento. Fumaba tabaco negro, como las viejas estrellas de Hollywood, y al terminar las clases se daba un paseo por los bares del pueblo: compartía tazas, recordaba canciones, departía con todos, contaba chistes verdes… De algún sitio que no conozco sacaba tiempo, incluso, para trasladar al papel algunos clásicos del folclore gallego que apenas se perpetuaban entre generaciones gracias al buen oído de un puñado de intérpretes. Cuando, caníbales, nos descubría improvisando una fogata con sus cosas, se ponía hecho un basilisco y nos gritaba aquello de "¡Quemadme los cojones pero no me queméis las partituras!".

No diré más sobre ellos porque nunca será suficiente. Tan solo espero que algún día se les haga justicia, que cualquiera se decida a inmortalizar su memoria en un pueblo que sigue erigiendo monumentos a vírgenes y santos pero no encuentra espacio para reconocer la labor de los dos maestros, aquella extraña pareja que decidió combatir con clases de música el rugido basto de las fieras.

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