Opinión

Los remedios de la abuela

UNA AMIGA me comentaba no hace mucho que, durante la noche, cuando su hijo tiene tos, coloca en su habitación una cebolla abierta por la mitad y el problema desaparece. Me lo explicaba como se explican las cosas inexplicables. Apelando a lo extraordinario. Insinuando posibles magias antiguas. Parecía querer encontrar una causa en el propio rito de abrir la cebolla en canal y dejarla sobre la mesilla como una ofrenda primitiva, más que en la lógica química del proceso. Si es que la tiene.

Entre susurros, pero gritando, me confesó que era un viejo remedio de su abuela. Un truco milagroso que en su familia se había ido heredando de generación en generación. En realidad, lo de dejar una cebolla abierta junto a la cama para calmar la tos es algo habitual. Se cree que su efecto balsámico se debe a las propiedades antiinflamatorias de los polifenoles liberados. Mi amiga prefería atribuirlo, sin embargo, a la eficacia sobrenatural de alguna clase de superstición privada.

Y es que a veces una superstición es suficiente para explicarlo todo, aunque no seamos capaces de explicar los mecanismos de la propia superstición. Constituye un pequeño atajo que bordea los laberintos de la razón y nos conduce a tierra firme sin importar que ignoremos los motivos. Como cuando arreglas la tele de un manotazo y no tienes ni idea de cómo lo has hecho.

En la mayoría de ocasiones, las supersticiones se apoyan en procedimientos ineficaces. El azar no se ve afectado por la aparición de un gato negro. El éxito de un matrimonio o de una travesía en barco no depende del calendario. Pero a veces el protocolo funciona. Tengo un amigo que, cuando tiene hipo, coloca las palmas de las manos una frente a la otra levantando los codos, como si estuviese rezando, y afirma que se le pasa. No sé si es por que se contrae el diafragma, pero el método es efectivo. Tengo otra que calma la tos de su hijo con una cebolla partida a la mitad. Resulta difícil de creer.

A veces una superstición es suficiente para explicarlo todo

José Luis, el dueño del restaurante Pingallo, en Ourense, me hablaba la semana pasada de una anciana de su pueblo llamada Josefina que poseía una almohada a la que los vecinos atribuían cualidades curativas prodigiosas. Si alguien sufría algún malestar, se echaba a descansar apoyando la cabeza sobre esa almohada y sus molestias se desvanecían. Era frecuente escuchar comentarios del tipo "me está atacando el reuma, voy a tener que pedirle la almohada a Josefina" o "tengo que pasarme a por la almohada, que últimamente la jaqueca no me deja en paz". Bastaba con una ligera siesta para recuperarse. Aquella almohada era poco menos que un talismán.


Por desgracia, con los años alguien descubrió que Josefina solía rellenar su almohada mágica con adormideras, la planta de la que se extrae el opio y que posee propiedades narcóticas y neurolépticas. Finalmente, resultó haber un motivo poderoso para que aquella gente se sintiese aliviada y, sobre todo, para que regresasen una y otra vez al regazo de la almohada de Josefina.

Y es una pena, porque lo bonito de las supersticiones que funcionan es, precisamente, no saber por qué lo hacen. De lo contrario, dejan de ser una superstición. A mi amiga le importa muy poco por qué la cebolla calma la tos de su hijo; prefiere creer en los remedios de la abuela. Apuesto a que los vecinos del pueblo de José Luis, que se quedaron sin almohada, opinan lo mismo.

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