Opinión

Son los algoritmos, estúpida

ESTE VERANO leí El filtro burbuja de Elis Pariser. Se lo recomiendo si les gustan los libros de terror.

Lo tuve que leer a poquitos por el asunto de la tensión arterial: me alteraba tanto que me sacaba violentamente del estado bastante zen en el que me encontraba y después tenía que pasar varios minutos de pasmar reconcentrado para volver a él. Qué miedo pasé.

El de Pariser es un ensayo sobre lo poco que entendemos el funcionamiento de internet pese al tiempo que pasamos en ella y lo jocoso que resulta que creamos que nos estamos informando, cuando en realidad los algoritmos nos presentan un mundo a medida y solo ese. Con nuestras búsquedas, nuestros 'me gusta', nuestros comentarios, nuestras reproducciones de vídeo, nuestras compras, nuestra priorización de lectura, internet nos enseña la realidad que nos interesa, no la que nos conviene para la comprensión del mundo y la supervivencia consciente. Sabe qué nos interesa porque nosotros se lo decimos. No paramos de hacerlo.

Mira que somos curiosos. Por un lado, cómo apreciamos lo enigmático, lo misterioso. Cómo usamos esos adjetivos sistemáticamente como un halago. Los ojos de Lauren Bacall bajo el flequillo, Camus, pensativo, con el cuello del abrigo subido. Cómo recurrimos a ellos para definir a quien nos gusta, para esa mirada que intuimos que guarda tantas cosas, quizás fundamentalmente una creciente miopía. Por otro, con qué despreocupación y entrega regalamos nuestra información, dejamos que con ella se hagan paquetes, se vendan y conviertan a muchas empresas en multimillonarias. Nos cuesta confesar un miedo a alguien que nos quiere, pero enseguida contamos a una aplicación del teléfono el dinero que tenemos en el banco, nuestro ciclo de ovulación, los kilómetros que caminamos al día y por dónde, nuestro nivel de colesterol malo.

A cambio de desnudarnos como ante nadie, porque no hay quien nos conozca mejor que las empresas de internet, estas nos entregan un mundo despejado de lo que nos perturba, nos inquieta, nos incomoda o nos desinteresa. Solo nos pone delante lo que queremos ver, que menudo universo reducido es ese. Además, nos entierra en tanta información, siempre parecida, siempre complaciente, siempre coincidente con nuestros gustos, que vivimos la ilusión de que sabemos lo que se cuece en el mundo. Ja, nos recuerda Pariser.

El caso es que informarse hoy en día, informarse de verdad, cada vez es más difícil. Si Google, Facebook, Twitter e Instagram saben tu edad, tu raza, a quién votas, lo que pesas y lo que querrías pesar, que tienes problemas para concebir, que tienes depresión, en qué te gastas el dinero y las calles por las que vas al trabajo nunca te van a enseñar lo que le muestra a alguien 30 años mayor que tú, de otra raza, con otro voto, que no tiene problemas de peso pero sí de riñón, que tiene tres hijos, que se gasta el dinero en otras cosas en las que no te lo gastas tú. Para dar con todos esos otros mundos tienes que buscar, pero buceando en apnea, eligiendo seguir a quien no soportas, yendo a los sitios a los que nunca irías. Hay que hacer viajes extremos para dar con algo que tú eliges, que nadie ha seleccionado para ti, sin esa masticación previa que nos hacen a todos las empresas de internet.

O sea, que hay que sachar, lo que es trabajoso y cansadísimo. Por eso se hace poco y por eso cada vez que pienso que he leído bastante de algo y tengo la tentación de formarme una opinión Pariser me grita: "Son los algoritmos, estúpida".

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