Opinión

Au revoir, Mr. Hefner

EL FUNDADOR del imperio Playboy, Hugh Hefner, falleció el pasado miércoles en su palacete de Beverly Hills, la legendaria Mansión Playboy. Su revista, una de las marcas comerciales más reconocibles del mundo, se convirtió en el refugio ideal para varias generaciones famélicas de entretenimiento erótico y en todo en un icono de la lucha por las libertades desde que, en 1953, saliese a la venta el primer número. El gancho perfecto para el estreno lo encontró Hefner en unas sensuales fotografías de Marilyn Monroe y el éxito arrollador de su propuesta lo convirtió en millonario a las pocas semanas, un retorno inimaginable para aquellos 600 dólares con los que arrancó su megalítico proyecto.

Tan solo la llegada de Internet diluyó un tanto la influencia de una revista que se todavía hoy se colecciona como un producto de culto, sustentada gran parte de su fama en las fotografías de mujeres desnudas pero bien condimentada con una propuesta cultural que dio cabida a firmas legendarias como Ernest Hemingway, Norman Mailer, Jack Kerouac, Ray Bradbury o Hunter S. Thompson, entre otros. El mundo recordará a Hefner como el adorable anciano del batín y la gorra de capitán que posaba rodeado de conejitas pero tras esa imagen, un tanto frívola, se esconde la historia de un hombre que plantó cara al puritanismo y a la represión hasta convertirse en una fi gura capital en los cambios sociales que habrían de sobrevenir a los Estados Unidos de América y, por extensión, al mundo.

Justo en frente de las oficinas en las que se instaló la revista Playboy, en Chicago, se encontraba la Catedral del Santo Nombre que cada día rememoraba con sus campanadas el anuncio del Ángel Gabriel a la Virgen María, un recordatorio para los fieles de cómo "mediante el milagro de la pasividad sexual se convertiría en madre del Mesías", en palabras del escritor Gay Talese. Y fue precisamente la Iglesia católica el primer escollo que necesitó salvar el empresario, una iglesia que adoctrinaba a sus seguidores en el rechazo al sexo y pilar fundamental de la democracia americana hasta el punto de competir en importancia con la mismísima constitución. La publicación del Decamerón de Boccaccio, en septiembre de 1954, cuento medieval que recrea la vida de un jardinero tentado por lujuriosas monjas, fue la chispa que dio comienzo a la batalla y las presiones sufridas por aquel asunto convencieron a Hefner de retirar los ejemplares distribuidos por todos los quioscos de la ciudad.


El mundo recordará a Hefner como el adorable anciano del batín y gorra de capitán


Pelearse con la jerarquía de la Iglesia no entraba dentro de sus planes en una etapa tan inicial del proyecto pero el choque de trenes parecía inevitable y enseguida comenzó a detectar los primeros signos evidentes de batalla: manifestaciones de asociaciones católicas frente a la sede de la calle East Superior Street, carteros que retrasaban o directamente se negaban a entregar la revista a los suscriptores, un celo policial exasperante hacia las furgonetas de reparto… El enfrentamiento se hizo tan evidente que un empleado de Playboy, Anson Mount, llegó a recriminar a un policía su un vehículo que acostumbraba a aparcar sobre la acera de enfrente: la limusina del obispo. Mount fue más allá y cursó una queja ofi cial, lo que derivó en una visita de dos agentes del Departamento de Policía a su apartamento con una pregunta muy concreta: "¿Qué tienes tú contra el cardenal?". Antes de que el denunciante pudiese contestar fue golpeado en la cara y zarandeado contra las paredes de su propia vivienda.

Pese a las reticencias del sector más radical de la población estadounidense, la revista Playboy se afianzó como una de las publicaciones de mayor éxito en el país y de los 70.000 ejemplares por tirada distribuidos en 1953 pasó a rozar el millón en 1957. Hugh Hefner fue capaz de aprovechar como nadie la liberación de las leyes americanas en los primeros años de la década de los cincuenta y su propia experiencia personal le sirvió de guía para componer un producto que millones de americanos estaban dispuestos a comprar: entre otras muchas cosas, el ahora fallecido Hefner, había democratizado la masturbación.

Con los años llegarían los excesos y con ellos los problemas para el viejo capitán. Las fiestas en su mansión se convirtieron en un ritual de iniciación para las nuevas estrellas del cine, la televisión o el deporte americano. Magic Johnson, uno de los grandes iconos de la NBA, relataba noches en las que diez invitados se repartían las atenciones de más de 100 mujeres y llegó a relacionar su enfermedad (portador de los anticuerpos del SIDA) con las orgías incontroladas en la mansión Playboy. De Quentin Tarantino se cuenta que pasaba horas lamiendo los pies de las conejitas sentadas en la piscina, de Leonardo DiCaprio su obsesión por trasladar la fiesta a las jaulas de los monos que habitaban en el jardín y, de John Lennon, que fue desterrado para siempre del edén Hefner por quemar con un cigarrillo un cuadro de Henri Matisse. De todo se hacía eco la prensa amarilla americana con cierta satisfacción del anfitrión hasta que una demanda por abusos sexuales contra el cómico Bill Cosby terminó implicando al propio Hefner.

La Mansión fue vendida en 2016 al magnate griego Daren Metropoulos por 100 millones de dólares con la condición de que Hugh Hefner seguiría viviendo en ella hasta el día de su muerte. "Mi padre vivió una vida excepcional e impactante como un pionero de los medios y la cultura y una voz líder en algunos de los movimientos sociales y culturales más significativos de nuestro tiempo, al ser un defensor de la libertad de expresión, los derechos civiles y la libertad sexual", declaró su hijo Cooper a la revista People el pasado miércoles. No se me ocurre mejor homenaje desde estas páginas, además de esta apurada revisión a la obra y milagros del editor americano, que la promesa de que este fiel admirador seguirá escribiendo sus raquíticas milongas en bata de casa como principal característica vital: au revoir, Mr. Hefner.

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