Opinión

Hacer fotocopias

Ya aventuró Serguei Dovlatov en los años 70 que la decadencia avanza a una velocidad mucho más vertiginosa que el progreso, que además tiene límites

Peculiar fotocopia

HACER FOTOCOPIAS daba la felicidad. Quizás también proporcionó otra velocidad a la vida de estudiante. En una época en la que el tiempo se consumía rápido, hacer fotocopias era una rutina agradable, con la que se ahorraban minutos y movimientos. Cuántos horrores, como tomar y estudiar tus propios apuntes, evitaban aquellos papeles. A menudo tus apuntes ni siquiera existían, y si existían no servían para nada. Obtener fotocopias de los apuntes de los mejores alumnos de clase era una maniobra maestra, originaria casi del ajedrez. Bastante duro resultaba ya carecer de humor para ir a clase, porque a lo mejor tenías que dormir o incurrir en otro placer imperfecto que no contaba para la carrera. Las copisterías reparaban los errores más humanos. Equivalían a tirar el dinero, sí, pues esos apuntes que fotocopiabas alegremente podías haberlos escrito tú mismo, gratis, pero estabas convencido de que hacer eso era tirar el tiempo. Modestamente, preferías tirar el dinero.

La carrera servía, entre otras cosas, para aprender a descifrar cualquier clase de letra, incluso de símbolo. No podías fotocopiar apuntes y quejarte a su dueño de que se entendiesen mal. Así y todo, si te hacías su amigo, un día se lo dejabas caer. "No puedes seguir escribiendo así, Raquel", traté de hacerle ver a una compañera cierto día. Algunos exámenes llegabas a prepararlos con apuntes de cuatro o cinco compañeros distintos. No siempre podías ir a clase, y si acudías, no siempre conseguías estar atento, y si lo estabas, no significaba que después apuntases lo que oías. Todo encajaba, sin embargo, cuando al salir del aula alguien te pasaba sus anotaciones y tirabas el dinero fotocopiándolas.


Hablábamos en broma, aunque entonces no había diferencias entre hacerlo así o en serio


Produce dolor ver cómo ahora las copisterías languidecen por culpa de las nuevas tecnologías. Acaso tenía razón Serguei Dovlatov cuando sostenía en una novela que en los años setenta consiguió sacar de la Unión Soviética, oculta en un microfilm, que la decadencia avanza a una velocidad mucho más vertiginosa que el progreso, y por eso si fuera poco, el progreso tiene límites, mientras que la decadencia es ilimitada.

En las mejores épocas llegué a conocer por su nombre a más de diez reprógrafos: eso lo dice todo. ¿Quién puede decir hoy que conoce a dos, o a uno? Cuando hacer fotocopias formaba parte de tus acciones diarias era imposible no hacerse amigo de varios. O casarse con uno, si pasabas demasiado tiempo a su lado.

Me gusta contar la historia de Lorenzo. Estudiaba Filología clásica y escribía poesía. Teníamos la misma edad. Nos conocimos a través de un amigo que hacía Derecho. Cuando nos reuníamos en un pub o en una copistería, Lorenzo y yo nos disputábamos el cetro del estudiante con menos futuro de Santiago. Hablábamos en broma, aunque por entonces no había grandes diferencias entre hacerlo así y hacerlo en serio. Claro que quizá hoy tampoco las haya.

Yo, que me había matriculado en Filosofía, presumía desde el primer curso de que estaba condenado al ostracismo y la idiotez. Haciendo gala de ello, sostenía que tal vez aún hubiese esperanzas para el latín. ¿Y si revivía? Por eso defendía que a Lorenzo le iría bien.

Yo tenía muchos menos futuro; era un logro que había que reconocerme. Pero Lorenzo, que no solía dar su brazo a torcer, aseguraba que él se moriría de hambre primero.

A menudo discutíamos también por el cetro de las fotocopias. Él alardeaba de dejarse más dinero en reprografía que en bebidas. Yo lo dudaba. Muchos días coincidíamos encargando o recogiendo copias de apuntes o libros. Pero pasó el tiempo. Cuando acabamos nuestras respectivas carreras, regresó a Vigo y durante varios años no supe nada de él.

Yo, como había pronosticado, caí en cierto ostracismo, incluso idiotez. El amigo común que nos había presentado también le perdió la pista. A lo mejor se había muerto de hambre, me decía sin que existiese manera de distinguir si hablaba en serio o en broma. El caso es que hace cinco años, por una casualidad, me llegaron noticias de Lorenzo. Estaba vivo, gordo y, por supuesto, le iba mejor que a mí: había abierto un negocio de fotocopias.

Comentarios