Opinión

Dioses con tomate

Pastafaristas y católicos luchan por sus creencias religiosas en un momento crítico que pide mártires

SEGURAMENTE NIKO Alm y Aurora Carro no se conocen de nada, ni siquiera saben de la existencia del otro. Uno es un cuarentón austríaco con cara de niño travieso y la otra, una octogenaria lucense que preside la muy respetable Asociación de Viudas. Sin embargo, son almas gemelas, personas con arrestos como para defender sus creencias hasta el martirio si fuera preciso.

Niko Alm culminó en Austria su cruzada para que el Gobierno le reconociera el derecho a aparecer en su fotografía del carné de conducir con los signos externos de su religión, igual que se permitía a las mujeres musulmanas, a las monjas cristianas o a los judíos aparecer cubiertos con los suyos. La particularidad de Alm es que ejerce como miembro activo y entregado del pastafarismo, una religión de notable crecimiento y gran actividad evangelizadora que entroniza como dios al Monstruo del Espagueti Volador.

El pastafarismo nació como religión organizada, con sus ritos, sus mandamientos, su cielo y su infierno, en 2005, de la mano del profeta Bobby Henderson, un físico de la Universidad de Oregón al que se le ocurrió protestar de este modo por la decisión de Kansas de permitir la enseñanza en las escuelas del diseño inteligente, que niega las evidencias de la evolución y mantiene que la creación del universo se produjo de la manera literal que se lee en la Biblia. Desde entonces, los adoradores del Monstruo del Espagueti Volador se han multiplicado por todo el mundo y varios países la han dado ya reconocimiento oficial a este culto, en pie de igualdad con los otros y en aplicación del mismo derecho, el de libertad religiosa.

Alm, iba diciendo, se convirtió en uno de sus primeros aspirantes a la beatificación al presentarse ante las autoridades austríacas con un colador de espaguetis en la cabeza, uno de los signos principales de estos creyentes. Tuvo que pelear durante tres largos años, en una lucha cercana al martirio, para que le reconocieran su derecho. Los austríacos, que tontos no son, le exigieron por si acaso un certificado de que estaba mentalmente capacitado para conducir, pero tras comprobar que su estado psicológico era óptimo, le reconocieron su derecho a mostrarse en su carné con su colador, en igualdad de condiciones con las togas de las monjas o las sotanas de los sacerdotes, el hiyab islámico o kipá judío.

Otros muchos siguieron el ejemplo inspirador de Niko Alm, sobre todo en Europa, y persiguieron logros similares. En España, por ejemplo, el pastafarismo presentó su primera petición oficial para ser reconocida como religión en 2010. Desde entonces, el Ministerio de Justicia les ha negado en cuatro ocasiones su inscripción en el Registro de Entidades Religiosas, la última en noviembre pasado. Las razones son "la falta de credibilidad de sus fines y bases de fe y fines religiosos", "falta de credibilidad que afecta a su régimen de organización" y, por último, el cuestionamiento de "sus dogmas, ritos y régimen de funcionamiento".

Con lo que no contaba el ministerio es que en una de las ocasiones que presentaron su solicitud habían copiado textualmente los estatutos de otra religión que sí había sido aceptada oficialmente. Y tampoco contaba con que al meterse a cuestionar sus dogmas y sus creencias les había dado la ocasión de recurrir ante la Audiencia Nacional la negativa. Pusieron en marcha una campaña de crowdfunding y en cinco días ya tenían la pasta necesaria para su cruzada judicial.

La pregunta que quieren que le conteste la Justicia española es muy simple: por qué su derecho a creer en un dios todopoderoso pleno de albondigas y paraísos de cerveza es menor que el de otros a creer en otros dioses igualmente todopoderosos, que hacen milagros, resucitan muertos, envían palomas a fecundar a vírgenes, transforman su ira en plagas y acaban con las resacas a base de fuego y azufre.

También nuestra cruzada local, Aurora Carro, tiene una pregunta para la Justicia: quiere saber si es delito un cartel de promoción del Carnaval en el que un personaje aparece disfrazado de Papa. Repito: delito, Carnaval, disfraz, Papa, para que quede claro que esto no es ninguna coña marinera, que es un empeño al menos tan serio como el del pastafarismo, aunque en este caso afortunadamente no se le ha pedido a nadie un certificado sobre salud mental.

La confusión de la Justicia ante asuntos de tanta prosopopeya es apocalíptica: si el ministerio negaba el registro del pastafarismo pese a tener las bases calcadas de otro credo previamente admitido, un juzgado de instrucción coruñés archivó de inmediato la denuncia por el cartel del Carnaval mientras que otro juzgado de la misma ciudad decidió imputar al concejal que organizó la mascarada.

Yo no me quiero meter en cosas de creencias, por no ofender a nadie en una sociedad que parece vivir con el espíritu en llagas. Solo deseo un milagro que nos permita salir de este tomate que nos estamos montando sin llantos ni crujir de dientes. Aunque tampoco entregaría mi alma por ello, a estas alturas de la vida tengo bastante más hambre que fe.

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