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Maldita playa

H ace ya muchos años que tomé la decisión, firme y voluntaria, de que la playa no era lugar para mí. Y no es que no me guste eso de repantigarse sobre la arena semidesnudo, refrescarse en el mar o saborear el salitre en los labios mientras enciendes un cigarrillo y lees un buen libro, al contrario. Se podría decir que ir a la playa es uno de mis entretenimientos favoritos pero uno debe construir su propia leyenda si ambiciona ser alguien en esta vida, dejar tras de sí un cierto halo de malditismo, y el mío comienza advirtiendo al potencial lector de que yo soy ese tipo de personas que odian la playa.

Más que la propia playa en sí, que nunca me ha hecho nada, lo que de verdad me sulfura y acanalla es el morador habitual de los arenales, ese gentío polimorfo capaz de reducir un bello paraje natural a un primer boceto de El Bosco: familias enteras con enseres como para construir un rascacielos, niños que corren de aquí para allá lanzándose cosas, señoras mayores con viseras de publicidad, señores mayores con chanclas, jóvenes musculosos recubiertos de tatuajes, emperatrices de la sensualidad con bikinis minúsculos… Todos ellos sobran en mi idea de una playa ideal y no esos pobres perros a los que se les impide el acceso a muchas de ellas por el simple hecho de no poseer derecho a voto. La democracia ha traído cosas buenas, qué duda cabe, pero cualquier intento de acercarme a una playa me hace añorar una buena dictadura en la que yo sea el caudillo todopoderoso, el adorado líder.

Más que la propia playa en sí, lo que más me sulfura y acanalla es el morador habitua

Mi proceso de negación comienza con los primeros pasos exigidos ante la intención, inminente, de ir a la playa. Uno tiene que encontrar un traje de baño con el que se sienta cómodo y, por qué no, atractivo. Esto resultaba muy sencillo en los años mozos pero a día de hoy, rozando ya la cuarentena, la selección se convierte en una labor ardua y muy estresante. Mi cuerpo se encuentra en ese punto que un bañador demasiado largo me hace parecer un luchador de wrestling mientras uno demasiado corto me da aspecto de pederasta. Luego está el tema de la protección solar necesaria para no regresar a casa pareciendo un inglés. En cualquier supermercado o droguería abundan las cremas de todo tipo que te prometen un bronceado uniforme y seguro pero mi experiencia recomienda no hacer caso de las mentiras propias del submundo publicitario. Si uno quiere protegerse del sol, lo mejor que puede hacer es quedarse en su casa. Sí, por el contrario, lo que quiere es aprovechar los beneficios de Lorenzo y agenciarse un espectacular bronceado, lo mejor es untarse el cuerpo con aceite de oliva o cualquier refresco de cola: recuerden que, como decía el capitán Alatriste, morir es un trámite.

Desplazarse hasta la playa tampoco resulta plato de buen gusto pues las carreteras se llenan de coches como si los extraterrestres hubiesen lanzado su ofensiva final y los urbanitas abandonasen las ciudades en manada, camino de algún refugio que nunca existe. Antes, al menos, los coches se decoraban con elementos lustrosos como las bacas, aquellos artilugios metálicos que se adherían a los techos y servían para trasladar la casa entera, si era menester. Uno podía aprovechar los atascos para curiosear en las prioridades de los demás, un oficio tan antiguo como la prostitución pero con menos efectos secundarios. Ahora, con esos maleteros trasatlánticos que suelen equipar los coches modernos y la cautela modesta de sus propietarios, lo único que uno puede curiosear en una caravana de automóviles es el estado de los neumáticos del vecino o la música, a menudo infame, que escucha y pretende hacer escuchar a todo el planeta.

Aparcar es otro desafío. Al menos en Galicia, uno sabe que hay una playa cerca cuando circula por una carretera comarcal y empieza a ver coches estacionados sobre las aceras, en fincas de cultivo o frente a los portales de las casas, todos ellos con sus correspondientes parasoles y las ventanillas ligeramente abiertas, dicen que para que corra la brisa y el interior del vehículo no se recaliente. Es esa lógica absurda del subterfugio playero la que me saca de quicio y me aconseja quedarme en casa, a ver un documental cualquiera sobre playas desiertas o algún terrible genocidio.

Resumiendo un poco, en los cinco últimos años solo he ido tres o cuatro veces a la playa y siempre acompañando a Juan Tallón. Son el tipo de sacrificios que uno hace por pura amistad, como cuando a alguien se le muere el padre y su mejor amigo se lo lleva a beber la noche anterior al entierro. Tallón adora la playa por la misma razón que adora los libros: porque es de Ourense. En esas tierras adustas del interior, la playa es vista como un atajo gratuito al paraíso y la atracción que sienten por la costa y los arenales tiene mucho que ver con una infancia terrible, especialmente en verano, cuando el sol los achicharra sin clemencia y su única opción es buscar una cueva fresca donde poder leer a Stevenson. Además, ir a la playa con Tallón resulta más divertido que con cualquier otra persona que conozca porque, a pesar de la fascinación que siente por ella, nunca pierde ocasión de despellejar todos y cada uno sus defectos. Algún día comprenderá que podríamos hacer lo mismo desde la cómoda y refrescante paz de un chiringuito y entonces, solo entonces, podremos decir que los malditos hemos ganado.

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