Blog | Que parezca un accidente

Malditos ladrones

A VECES BASTA con un solo destello, una voz familiar al fondo de la calle, un olor determinado al entrar en una habitación, para que ese momento se suspenda en el tiempo y te transporte hasta algún lugar aleatorio perdido en lo más hondo de tu infancia. De repente dejas de estar donde estás y apareces lejos, a muchos años y kilómetros de allí. Apenas dura un instante, pero dura una vida entera. Te observas a ti mismo desde fuera de la escena, como un único espectador sentado en el patio de butacas, y al regresar al presente te traes contigo un episodio de tu vida que, de otra forma, tal vez en apenas unos años más, se habría desvanecido para siempre en el olvido.

Hace unos días, mi mente regresó a un lugar de mi pasado que no recordaba. Unos amigos habíamos salido a cenar de pinchos y, como es costumbre, al terminar nos fuimos a tomar una copa al bar de siempre con otros conocidos. A veces me pregunto si algunas cenas no serán solamente una excusa para juntarnos todos después en ese bar.

Una de mis amigas, sentada a mi derecha en la barra, me indicó con dos sencillos gestos que tenía que ir al servicio y que dejaba su bolso sobre el taburete, oculto debajo de una chaqueta. Lo que en realidad me estaba diciendo era que estuviese pendiente de él, que lo vigilase, que lo había escondido bajo una prenda de ropa pero, aún así, me agradecería que no lo perdiese de vista por si acaso alguien más la había visto guardarlo allí. Yo asentí con seguridad y le apreté la mano con una fuerza precisa que decía: "Descuida, puedes ir tranquila al cuarto de baño porque estaré atento a tu bolso". Cuando ella regresó, el bolso ya no estaba.

No sé cómo pudo ocurrir. Tan sólo lo perdí de vista un instante, cuando me giré hacia el otro lado de la barra para pedirle un whisky al camarero. Cogí el vaso, pagué una ronda y regresé a mi posición inicial sin sospechar siquiera que alguien había deslizado su mano bajo la chaqueta en el taburete de al lado para sustraer el bolso de mi amiga. Ninguno de los que estábamos allí nos percatamos de lo ocurrido. Nadie vio a la persona que se lo había llevado ni cómo lo había hecho. Un poco más tarde, el bolso apareció en una papelera cercana sin la cartera ni el teléfono, pero no llegamos a descubrir la identidad del ladrón.

Aquella noche, dándole vueltas a lo sucedido, recordé de repente que de niño tenía un canario. Era algo que mi memoria había arrumbado en un rincón inaccesible y estaba a punto de perderse para siempre en el olvido. Sin embargo, me vi otra vez despertándome por las mañanas con cinco o seis años y corriendo a la cocina para darle los buenos días a Trece, que era como se llamaba. Y vi a mi padre cerrando todas las ventanas de la casa antes de sacarlo de su jaula para que pudiese revolotear por la cocina, el salón y los dormitorios sin riesgo de que saliese de la casa y se extraviase. Y vi a Trece bebiendo agua de un pequeño cuenco que mi madre le dejaba en la jaula todas las mañas. Y comiendo el alpiste que tenía en una cajita encajada entre dos barrotes. Y posándose en mi mano para picotear un poquito del pan que mi padre me daba para que lo alimentase algunos días.

Pero recordé también que una mañana, poco antes de Navidad, me levanté de un brinco, me puse las zapatillas de andar por casa, recorrí el pasillo impaciente, con las mismas ganas que tenía todos los días de ver a mi canario y, cuando llegué a la cocina, Trece no estaba. Sólo estaba mi padre, preparándose un café en silencio, con la vista fija en la cafetera italiana. Lo vertió en una taza, se lo llevó a su escritorio y siguió arpegiando con obstinación en su vieja máquina de escribir.

Lo seguí hasta su mesa y le pregunté dónde estaba Trece. Por qué no se hallaba en su jaula. Qué había pasado. Él levantó la vista del folio y, visiblemente apenado, me explicó que, durante la noche, unos ladrones habían trepado por la fachada del edificio hasta el sexto piso en el que vivíamos, habían entrado en casa por la ventana de la cocina y, por desgracia, habían abierto la jaula y se habían llevado a Trece. Él mismo los había visto huir con el canario por la ventana cuando corrió desde su habitación alarmado por el ruido. No pudo hacer nada. Se lo habían llevado cuando nadie estaba mirando.

Justo como el individuo que hace unos días robó el bolso de mi amiga en el bar. Qué injusticia. Nunca más he vuelto a ver a Trece. Cómo odio desde aquel día a los malditos ladrones.

Comentarios