Opinión

La niña del móvil

CREO QUE fui uno de los últimos terrícolas que tuvo un teléfono celular. No lo quería. No veía la necesidad de estar permanentemente conectado. Mi familia me lo exigía, mis amigos me reprochaban que estuviese incomunicado, pero nunca fui un gran amigo de las tecnologías. Por aquella época yo todavía escribía los artículos a máquina y los enviaba por fax. Finalmente, un mal día bebí un combinado de vodka en un pub y me tocó un móvil. Fue mi rendición, toda vez que mi señora estaba presente en el momento del sorteo. Era un teléfono azul, enorme, que llevaba el logo de la marca del vodka y con él conviví un par de años.

Inmediatamente, como yo sospechaba, el aparato se volvió imprescindible. Yo pensaba que las cosas estaban bien antes, cuando uno sabía a dónde tenía que ir cuando quería encontrarse con alguien, o se utilizaba el fijo de casa, ese gran invento que hoy sólo sirve para que llamen los encuestadores electorales y arrojen predicciones con errores del 43% porque en el fijo de casa ya sólo contestan los abuelos.

El pasado jueves mi teléfono dejó de funcionar. Acudí a la oficina del prestatario del servicio y una chica muy amable me explicó que el aparato no reconocía la tarjeta. No lo entendí, pero fingí que sí, pues lo que me preocupaba no era el problema sino la solución. La solución, me dijo la empleada, era poner una tarjeta nueva sin coste alguno. Me explicó además que perdería todas mis fotos, mis vídeos y las conversaciones de WhatsApp. Me dijo también que al menos podría salvar mi agenda. Ante estas situaciones me vuelvo impotente. Ya ni soy capaz de quejarme o de pedir soluciones alternativas. No nací para el mundo virtual, así que accedí a todo.


Este aparato diabólico se ha convertido en una especie de órgano indispensable, como un riñón


A mi lado, una ilusionada niña de 12 años iba con su madre a comprar su primer móvil. La pobre no dejaba de dar saltitos y palmaditas mientras le daban a escoger el modelo. Piensa que ese aparato le va a cambiar la vida, y lo malo es que tiene razón. La madre, aliviada, explicaba que al menos así la niña dejaría de pedirle el móvil a todas horas y de que ya era hora, pues en el círculo de amistades de la niña ya tenía todo el mundo uno. Era la niña más feliz del mundo. Mientras una de las empleadas salvaba mi agenda y la otra rellenaba los papeles para pedir el aparato de la niña, ella me dijo que qué rabia lo mío, que si ella un día pierde sus fotos y sus vídeos y sus conversaciones, se muere: "Si me pasa eso, me muero", decía, y fingía una muerte razonablemente interpretada. Luego me dio una batería de consejos para que no me volviera a ocurrir esa desgracia: que podría pasarlo todo a un ordenador, guardarlo en una nube y cosas así.

Yo la veía tan feliz que no hice lo correcto: decirle que tiene un futuro negro, que el aparato que estaba comprando no la iba a salvar del cambio climático, ni de ser una parada cualificada o una trabajadora mal pagada. Que su devenir vital no dependería en absoluto de sumergirse en una existencia virtual llena de redes sociales y archivos de imágenes. Mientras ella hablaba como una ametralladora, recordé los tiempos en que un reloj o una cámara de fotos eran regalos que simbolizaban un cambio en la vida: de la infancia a la adolescencia, por ejemplo. Eran símbolos, no herramientas. Este aparato diabólico se ha convertido en una especie de órgano indispensable para vivir, como un hígado o un riñón.

Claro que el regalo de esa niña le cambiará la vida. No es un reloj o una cámara de fotos, aunque tenga reloj y cámara. Es mucho más. Desde este jueves, la niña vive felizmente abducida por una maraña de contactos y redes sociales que le crean una sensación de falsa seguridad. Mientras daba saltitos y palmaditas a mi alrededor no me atreví a decirle que aquel aparato que la conectaba con todo el mundo y todo el conocimiento no le servirá para luchar contra el desamor, el machismo, la ansiedad o las frustraciones. Tampoco soy yo su madre ni su padre, que son los responsables de educarla. Así que me limité a felicitarla y a contestarle cosas en plan: "¡Qué suerte, qué guay, cómo mola, tía!"

Cuando me pusieron mi tarjeta nueva y me fui de ahí, todavía la pobre me acompañó a la puerta y me dijo adiós mientras seguía dando saltitos y palmaditas. Pensé en decirle que aquel aparato también sirve para jugar al ajedrez o leer a Quevedo, pero no era mi función arruinarle el día, así que volví a felicitarla y a decirle que qué suerte, qué guay, que cómo mola, tía, y que lo disfrutara.

No sé por qué me da pena esa niña. La vi tan feliz, con sus saltitos, su verborrea y sus palmaditas, que creo que cuando la vida le suelte tres bofetadas se aferrará a su móvil en vez de abrazarse a su madre.

Comentarios