Opinión

Carta a un futuro padre

HA IDO TODO tan rápido, y a la vez tan despacio, que cuando te quieres dar cuenta estás ejerciendo de padre. El embarazo, que iba a ocupar nueve largos meses, suficientes para prepararte y tomar conciencia de tu futura paternidad, al final sólo duró nueve efímeros meses, que no alcanzan ni para ir haciéndote a la idea. Enseguida llegó el parto y, tras él, escabulléndose entre las visitas y los pañales y las muecas y los baños y los potitos, fueron pasando los primeros meses de vida de tu hijo. Ahora es sábado por la mañana y estás intentando que duerma una pequeña siesta antes de comer. En su habitación, donde antes se refugiaban una bicicleta estática, un escritorio, un ordenador antiguo y un par de guitarras, ahora reina una especial clase de calma. Una serenidad inmóvil y diáfana que sólo se da en la habitación de un bebé durante una mañana soleada.

Es entones cuando te ves. Tú estás allí de pie, en el centro de la habitación, meciendo a tu hijo a media luz junto a su cuna, pero al mismo tiempo, en silencio, como si contemplases la escena por un agujero desde otro tiempo y otro lugar, te ves a ti mismo con tu niño en brazos, cantándole en voz baja para que se duerma, balanceándote suavemente al ritmo de la nana. Y de repente te preguntas qué haces ahí. Tú, que jamás habías sujetado un crío en brazos ni estas seguro de cómo se hace.

Tú, que anteayer estabas saliendo todos los fines de semana con tus amigos, cerrando bares de veinteañeros y mandando al carajo tu sentido de la responsabilidad a las tantas de la mañana. Tú, cuya única preocupación era decidir si los domingos pedías algo de comer y te quedabas en casa con resaca o te ibas por ahí de tapas. Tú, que salías del trabajo por las tardes con la sola intención de emplear todo tu tiempo libre en ti mismo.

Tú, que poco antes dedicabas el día a jugar interminables partidas a la consola con tus compañeros de piso. Tú, que veías a un padre con sus hijos mientras caminabas hacia la facultad y tenías la sensación de pertenecer a universos distintos. Tú, que como todos los jóvenes de tu edad, algunas noches creías que eras inmortal.

Tú, que hace apenas unas semanas eras un crío a las puertas de un instituto. Que todavía recuerdas cuando ibas a la escuela de la mano de tu padre y llorabas al despedirte de él en la puerta. Tú, que te agarraste a la mesa del salón la mañana de tu primer día de colegio porque querías quedarte con tu madre en casa; porque creías que te estaban separando de ella. Tú, que hace nada eras solamente un bebé.

Tú, que nunca has tenido ni idea de ser padre, ahora sujetas a tu hijo entre tus brazos y lo acunas para que se duerma en su habitación un sábado cualquiera a media mañana. Y te preguntas cómo ha podido suceder todo tan rápido. Qué ha sido de los últimos diez años. Veinte años. Por qué grieta se ha escapado el tiempo. Y entonces echas un vistazo a tu niño, que por fin se ha dormido, lo dejas con delicadeza en su cuna, lo arropas para que no pase frío, y de pronto comprendes que, de un modo u otro, por alguna razón que desconoces, todo va a salir bien. Y descubres que nunca habías estado tan seguro de no querer estar en otro lugar ni en otro momento.

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