Familias con huecos

"Mis padres vinieron a recogerme para acompañarlos al aeropuerto a buscar a mi tía Rebeca, que volaba desde Buenos Aires. Había escuchado hablar tanto de la benjamina de la familia que me alegraba poder conocerla. Cuando la vi, me quedé mudo. Aquella mujer de la que apenas sabía nada era idéntica a mi madre"

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CUENTA MI madre que, algunos días de niña, se despertaba con el ruido de llantos en la calle. Sobrecogida se asomaba a la ventana y veía padres despidiendo a sus hijos en la parada del coche de línea. Demasiados vecinos se subieron a aquellos autobuses que los llevaban a Ourense para continuar viaje a Vigo y embarcar a América, sin saber cuánto tiempo pasaría hasta que pudiesen reunir dinero para volver. Los padres de más edad temían no vivir suficiente para verlos de nuevo y muchos no se equivocaron. Aun sin hijos, cuesta poco imaginar el sonido de esas mañanas. Aquello ocurría en Montederramo en los años cincuenta y en tantos otros pueblos de Galicia. Con más de un millón de gallegos que emigraron a América, pocas familias habrá que no puedan contar historias parecidas.

Mi madre tuvo suerte. Encontró trabajo, se casó y pudo hacer su vida aquí. No ocurrió lo mismo con todos sus hermanos. Ella fue la segunda más pequeña de una familia con once hijos. En una época en la que no resultaba fácil salir adelante, los Mojón acabaron divididos a ambos lados del Atlántico.

Para mí, que nací en la España-Cuéntame del 76, en una de esas familias de clase media que empezaba despegar, las historias de emigrantes formaban parte de aburridos programas de la TVG, de libros de gallego con fotografías de Manuel Ferrol o de viajes rancios de Fraga en campañas electorales. Pronto me di cuenta de lo equivocado que estaba. Estudiando en Santiago, mis padres vinieron un día a recogerme para acompañarlos al aeropuerto a buscar a mi tía Rebeca, que volaba desde Buenos Aires. Había escuchado hablar tanto de la benjamina de la familia que me alegraba poder conocerla. Cuando la vi, me quedé mudo. Aquella mujer de la que apenas sabía nada era idéntica a mi madre. No podía dejar de mirarla, preguntándome estúpidamente cómo era posible que estando tan lejos fuesen tan iguales. Creo que fue la primera vez que fui consciente de que había un nosotros en otro lugar. Hace algunos meses, murió mi tío Samuel, otro de los hermanos de mi madre que emigró a América, primero a Uruguay y luego a Argentina. La última vez que regresó a Galicia fue en los setenta, antes de que yo naciese. Nunca nos conocimos y no sé demasiadas cosas acerca de él, apenas que trabajó en una panadería y en una cafetería. Me cuesta ponerle cara, aunque he visto alguna foto. Cuando pienso en el parecido asombroso de Rebeca y mi madre, me preguntó si quizá yo tendré algo de Samuel, tal vez un gesto o alguna de mis manías, quién sabe. Supongo que tampoco a él le habrán contado que a un sobrino suyo le gustaba tanto el nombre de Samuel que llamó así a su gato. Dudo que lo considerase un cumplido.

Mis tíos Fina y Luciano fueron también de los que tuvieron que irse a Suiza. Cuando Fina se enteró de que yo estudiaba francés, me contó por qué odiaba ese idioma. En Lausana, trabajó en un hotel a las órdenes de un jefe que, de cuando en vez, le gritaba. Incapaz de entenderlo se quedaba callada, impotente por no poder explicarse. Por las noches, llegaba a casa furiosa y se enfrascaba en el diccionario, ansiosa por aprender rápidamente todas las palabras, deseando que llegase el día en el que pudiese poner en su sitio a aquel déspota. Las cosas no fueron distintas en casa de mi padre. Isabel, su hermana mayor, se casó con Pepe y emigraron a Fráncfort, donde vivieron treinta años. De niño pasaba algunos días en Seoane, cerca de Manzaneda. Allí compartía habitación con mís tías Chelo y Elvira. Recuerdo alguna noche con mucho movimiento, a mis tías levantándose antes de que amaneciese para salir a A Rúa, la estación de ferrocarril a la que llegaba el tren de Pepe e Isabel, tras un viaje agotador desde Alemania con cambio de estación en París y trasbordo en Irún. Mis tíos tuvieron dos hijos: José y Ana. Quisieron que mis primos se criasen en España. Debe haber pocas decisiones más difíciles para unos padres.

Por fortuna no he vivido nada parecido, aunque hace algunos años tuve la oportunidad de pasar un tiempo en el extranjero y comprobar cómo los españoles que conocí en Bruselas eran muy distintos: eurofuncionarios políglotas con sueldos privilegiados, expatriados que se juntaban en restaurantes caros para quejarse de la desgracia de haber acabado en una ciudad sin sol. Gracias a mi tía Malena, descubrí que no siempre fue así. Ella me invitó a acercarme a La Hispano Belga, una asociación creada en 1964, años en los que miles de españoles llegaban buscando trabajo en las minas de Valonia, al sur del país. A finales de esa década residían en Bélgica más de quince mil y todavía llegarían más. La mayoría consiguieron prosperar y regresar a casa. Otros se quedaron y todavía hoy sigue abierta la sede de La Hispano Belga en la Chaussée de Forest en Saint Gilles, una comuna reconvertida en barrio hipster en la que todavía se pueden leer carteles de tienda con nombres como Economato Marisol.

Los años pasaron y algunas de aquellas mujeres enviudaron. Sin marido y alejadas de sus familias, nunca se quedaron solas. Algunos martes, Malena me invitaba a comer a su local y, entre lentejas y vasos de rioja, las veía ocuparse unas de otras, cómo se organizaban si había que ir a casa de alguna a espantar la tristeza del invierno o acompañar a alguien a recoger las pruebas al hospital. Ahora que Malena ha regresado a Málaga a sanar un corazón agotado de tanto usarlo, la brigada hispanobelga no deja pasar un viaje al sur sin visitarla, demostrándole algo que saben todos los que han vivido fuera: lejos de casa, los amigos son la familia.

Para cualquier gallego, estas historias son tan comunes que a nadie habrán sorprendido y, sin embargo, pronto las habremos olvidado. Hoy la palabra 'emigrante' evoca otras historias, imágenes y relatos que percibimos como ajenos. Las vidas de esos familiares nuestros que se montaron en barcos y trenes necesitan memoria. Siento admiración cuando países como Irlanda construyen museos en los que contar las aventuras que superaron aquellos que empezaron de cero, espacios en los que hablar de lo que encontraron, lo que construyeron, lo que sacrificaron para que llegásemos a ser lo que somos. Nuestras familias están llenas de huecos, de piezas de puzzle al otro lado del Atlántico, de tíos Samuel esperando a que alguien recuerde a los más jóvenes por qué y para qué un día se marcharon.


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