Józef Konrad se convirtió en El Polaco Joe

Conrad está de moda. Este año se cumplen 160 de su nacimiento. En los puntos geográficos más importantes de su biografía: Polonia e Inglaterra, se conmemora su figura con múltiples conferencias y análisis de su obra. A él le gustaba charlar. Presumiblemente, hubiera disfrutado este 2017
Joseph Conrad
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PONGAMOS QUE era un día que no presagiaba tormenta. Si nos movemos en el mundo marítimo podemos afirmar entonces que era un buen día. En el puerto inglés se respiraba el mismo trajín de siempre, una especie de voraz dinamismo, querido, odiado, o, simplemente, vivido como destino, por tantos variopintos individuos ligados al mar. Descargar mercancías, cerrar negocios, conseguir algún buque en el que embarcar, izar velas, soltar amarras, partir. Józef Teodor Konrad Korzeniowski, un joven polaco, exiliado por el imperialismo ruso durante sus primeros años de vida a las inhóspitas tierras siberianas, huérfano de frío, podríamos decir, primero de madre y pocos años más tarde, de padre, es uno de los personajes que se encuentran ese día en, por ejemplo, Newcastle, Inglaterra. Lo que sabe de inglés es poco, o nada. Viene de aprender francés, de estar enrolado en el buque Mont Blanc, de navegar rumbo a islas desconocidas y de adentrarse en el profundo paisaje marino marsellés. Hombres rudos, de tabernas, alcohol y juego, curtidos, misteriosamente desafiantes y de celo excesivo, si nos dejamos orientar por la idea extendida que tienen de ellos, los otros: los de tierra firme, la otra especie.

Para un muchacho de 21 años, de origen noble, que se tildaba a sí mismo de caballero, ese ambiente quizá supusiese un conflicto, aunque, en todo caso, debió de ser un combate asumible a juzgar por los años dedicados al oficio. Tras su temprana pasión por mapas y aventuras, al menos esta hazaña, era real. A bordo de cuantos veleros encontraba, leía a Shakespeare y aprendía los rudimentos de una profesión que no estaba al alcance de todos, por su crudeza, por su peligro y, sobre todo, por esa sensación de soledad extrema, que se iba apoderando de las almas de cada tripulante, a medida que el navío se perdía en altamar. Durante esos años, asimila el idioma a su manera de refugiado polaco, leído, gentleman y agreste marino. Sus compañeros de tripulación, avezados navegantes, comenzaron, en ese tiempo, a llamarlo El Polaco Joe. A partir de ahí, nada sería como antes. Aunque habrían de pasar unos quince años más, ese momento nominal cambió para siempre la trayectoria histórica de Joseph Conrad, nacionalizado ya, y capitán de la flamante marina mercante británica, que, por aquel entonces, andaba bastante atareada con los asuntos coloniales, conquistando territorios, saqueando materias primas y explotando indígenas, de aquí y de allá.

Los últimos coletazos del siglo XIX enmarcan a Conrad en una casa del sur de Inglaterra, casado y con dos hijos, encerrado en una ha-bitación, escribiendo sobre lo vivido en el mar y sobre lo que les pasa a los hombres cuando aparece ante ellos el dilema de lo indescifrable. A otra escala, pero sin menoscabar el impacto, familiares y amistades que se dejaban caer por el hogar, sufrían esa misma disyuntiva ante el Polaco Joe, no sabiendo jamás si los, ora silencios ora arrebatos, del escritor, eran debidos a un carácter complejo o a un profundo conocimiento del yo. Lo que parece claro es que Conrad tenía sus obsesiones y una sensibilidad a flor de piel, causante de estados, cuando menos, tensos, a lo largo de las jornadas. Es una tirantez, la del hombre, que se traslada a los temperamentos de los personajes de sus novelas y cuentos, que parecen estar siempre a punto de saltar hacia algo negro e irremediable.

Tenía también fama de gran conversador, por lo que nos resulta fácil imaginar de donde viene el gusto por tanto narrador-testigo, que en sus libros asume la tarea primordial de trazar el punto de vista y dirigir el relato. Charlaba en inglés, con ese marcado acento polaco que jamás perdió y que nos remite, irremediablemente, al Józef de antaño, al ser extranjero como esencia, otro hito narrativo en la temática conradiana, a esa especie de colisión, tanto interior como exterior, que explora una y otra vez en las distintas tramas argumentales.

No todos sus libros son narraciones marineras, pero sí muchos. Lo que se agitaba en esas aguas entonces y, muy robablemente ahora, es lo que Conrad vio y trasladó a páginas y páginas llenas de historias que son dramas y que son un enfrentamiento a un poder más grande que los hombres, indefinible, pero, al mismo tiempo, paradójicamente, perceptible. Lo que se agita en el mar, sea lo que sea, es idéntico a la convulsión en tierra o, al menos, a determinados períodos en los que los seres humanos se enfrentan a fuerzas implacables. Es decir, más o menos, todos.

Lo que de romántico pudo haber en las pulsiones revolucionarias polacas contra el imperio ruso, lo supo Józef Teodor Konrad de mano de su padre. De familia noble venida a menos, a Apollo Korzeniowski le gustaba más escribir poesías exaltadas sobre la Polonia libre que dedicarse a ejercer de terrateniente. Preso durante seis meses en la Ciudadela de Varsovia —esa fortificación construida hace dos siglos por la madre Rusia para meter a los presos políticos y que ahora es calificada como lugar de interés turístico—, se dedicó a traducir a Dickens, Shakespeare y Victor Hugo. Sin embargo, la patria y la cultura llevaron a la familia Korzeniowski a la desolación. Fueron, tras el cumplimiento de condena, deportados a Vólogda, un lugar sospechosamente frecuentado por exiliados políticos, donde el clima y la depresiónllevaron a la pérdida de la madre del pequeño Józef y al deterioro continuado del padre, cuyo apasionamiento nacionalista fue dejando paso a una parálisis, tanto de acción como de pensamiento, que se acrecentaba con la preocupación constante y angustiosa por el futuro de su hijo.

A su muerte, Józef se quedó al cuidado de un tío, quien se ocupó de su educación. Este pariente no dejará de tener importancia en la vida de El Polaco Joe, pues le irá proporcionando, en función de las necesidades, sumas de dinero considerables para proseguir con la búsqueda de aquello que estuviera persiguiendo allende lo mares. Pudiera ser la belleza, porque Joseph Conrad con sus libros es muy Caspar David Friedrich con sus pinturas. La naturaleza como distancia insalvable que, sin embargo, podría poseer la respuesta. O el sentido.

Lejos de todo arrebato romántico en lo político, el estilo literario conradiano se acerca a un lirismo descriptivo en el que destaca la inmensidad y se aproxima a unos personajes presentados, en todo momento, en un estado de lucha interior. Reconocido como innovador de los géneros literarios y como uno de los grandes clásicos de la literatura inglesa de finales de siglo XIX, lo cierto es que al polaco Joe se le iba el tiempo escribiendo la historia del ser humano por tierra y por mar. De la novela de folletín, al thriller de espionaje, pasando, irremisiblemente, por las aguas profundas y tempestuosas que bañan todos los continentes en los que el progreso, el imperialismo, el exotismo y lo indescriptible, devienen protagonistas que desafían la conciencia de los personajes. Si se trata de contar, todo vale. De pronto, un día aciago de 1924 —ya se había hundido el Titanic, ya había acabado la Gran Guerra— sin previo aviso, el joven Józef, el marino Joe y, finalmente, Joseph, el escritor, se encaminaron, sin demasiado ruido, hacia la muerte. Puede que brillara el sol y que el mar estuviese en calma, al igual que, pongamos, hoy.

En Polonia llevan muchos meses de este 2017 afanados en la celebración del Año de Conrad, decretado así por el Parlamento. En Inglaterra no han querido ser menos y la Joseph Conrad Society honrará su figura el próximo mes de julio con varias conferencias y encuentros literarios. Conrad está de moda, y, en caso contrario, por deferencia, este año, debería estarlo. (En España no hay festividad conradiana, aunque supongo que no tendrá nada que ver con ese confuso punto de la historia del Polaco Joe en el que se cuenta que, surcando los mares, se allegó a una de nuestras costas a dejar, como quien no quiere la cosa, un cargamento de algo que, por lo visto, esperaban con ansia ciertos carlistas que no estaban precisamente contentos con Amadeo de Saboya, quien, por cierto, también era marino. De haberse producido un encuentro, seguro que hubieran tenido muchas cosas que contarse). Pero esa, sí, es otra historia.

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