Las sombras en la caverna

Un pokemon, evolucionando. (Foto: Xesús Ponte)
photo_camera Un pokemon, evolucionando. (Foto: Xesús Ponte)

LUGO ES YA un mito, un relato sobrecogedor al que no le son ajenas ninguna de las cuestiones básicas de la existencia humana: las diosas y los demonios, el sexo -a veces incluso entre diosas y demonios-, la avaricia, la mentira, el coraje, la envidia, la ambición... Jueces estrella, putas imputadas, políticos enlodados, funcionarios jetas, policías delincuentes, empresarios narcotizados y cualquier otra criatura imposible tienen su cabida en este Lugo primigenio que todo el país conoce ya como macrosumario.

Por orden judicial, nuestra pintoresca aldea del norte se ha convertido en pura metáfora, en material sociológico para el estudio de expertos, en el laboratorio perfecto para el análisis del estado de ánimo del país entero. Ya no se sabe muy bien si Lugo es real o solo una sombra proyectada por el fuego sobre la pared de una caverna.

A mí, a saber por qué, con tanto Pokemon evolucionado a comisionista, a adjudicatario y a contratista público me ha dado por pensar en uno de los muchos problemas que arrastra nuestra deficiente democracia, la financiación de los partidos políticos.

Es evidente la necesidad de reformar nuestro sistema electoral y de organización política, que ha evolucionado hacia una partitocracia. Y, en ese contexto, ya va siendo hora de asumir que la opacidad con la que se manejan las cajas de los partidos es un foco de corrupción incesante. Y es, además, una corrupción mucho más peligrosa que la individual, porque esta forma parte de la puñetera naturaleza humana y se elimina poniendo al corrupto entre rejas, cuando se puede.

La otra, sin embargo, es colectiva, organizada y asumida por sus inefables protagonistas como necesaria, hasta el punto de que en sus maltrechas conciencias queda desprovista de su carácter delictivo, incluso de su inmoralidad, haciendo imposible cualquier sentimiento de culpa y hasta de vergüenza torera.

El monstruo que hemos creado no es consciente de su propia voracidad, porque parte de la convicción compartida de que la representatividad a través de los partidos políticos es la forma menos mala de las conocidas para organizarnos. Y es verdad, pero no de estos partidos cerrados y cerriles en los que el único mérito a valorar es el asentimiento.

Lo que sucede cuando la política se convierte en el hábitat de los mediocres, en lugar del destino de los mejores, es que no hay espacio que llegue para albergar a tanto inútil, y el apparatchik tiende al gigantismo, de modo que su única justificación es su propia supervivencia. Y para eso hace falta dinero. A espuertas.

Y ahí revienta el problema. Comites nacionales, autonómicos, provinciales y locales no encuentran otra manera de seguir alimentándose que la prevaricación y el cohecho. A todos los niveles, y siempre del mismo modo: las concesiones públicas a cambio de porcentaje. Los del comité central, con las grandes empresas; los del local, con las pequeñas. Y todos con la misma justificación: no es por nosotros, es por el bien de toda la sociedad, que nos necesita, lo que permite a sus recaudadores irse a dormir cada noche con la conciencia tranquila y un buen puñado de billetes para pagar el próximo mitin, al que solo acudirán sus propios militantes.

Han convertido en bien común lo que nunca debería haber salido del ámbito delictivo, y lo han hecho además con la coartada de que, al fin y al cabo, no hacen otra cosa que favorecer a las empresas correspondientes. El ejemplo más simple es el del procedimiento negociado, ideado como un instrumento útil para que pequeños municipios pudieran solucionar de forma rápida sus problemas, favoreciendo además el tejido productivo local, y se ha transformado en el método más eficaz para trincar de largo y echar del mercado al empresario que no tiene los contactos adecuados.

Es en este caldo de cultivo en el que florecen los gürteles, los eres amañados y está por ver si los pokemons. Es descorazonador comprobar que salimos con tanto esfuerzo de la caverna solo para terminar en un juzgado iluminado a una de la madrugada.

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