¿Es el enemigo? Que se ponga

HAY PERSONAS tan indolentes que rara vez tienen muestras de afecto con sus enemigos. Como esos matrimonios que apagan la luz, se dan un beso y se dicen «buenas noches, cariño» como si fuesen perfectos desconocidos. En general, desprecio esa actitud.

Si existe algo valioso que uno deba atesorar es la lealtad de un buen enemigo. Un enemigo de verdad. Alguien con quien sabes que puedes contar para tener un duro enfrentamiento público, que siempre estará ahí para amenazarte o tenderte terribles emboscadas cuando el infortunio te abandone caprichosamente y sientas, quizá, que no eres muy distinto de aquellos niños ante el señor de las moscas, incapaz de distinguir la guerra sin la paz y viceversa. Esa clase de enemistad, sincera y cercana, no es fácil de encontrar. Y por desgracia tampoco es ajena a la erosión del tiempo. Dejarla morir, no impedir que se marchite, suele acarrear la infausta penitencia de no volver a tener enemigos jamás. Lo que equivale, en definitiva, a no ser nadie.

Porque un auténtico enemigo te devuelve una visión exacta de ti mismo. Es un reflejo fiel. Te sitúa. Es la talla de tu enemigo la que te indica sin miramientos tu propia talla y te arranca el esparadrapo de golpe y a traición para que respiren tus heridas. Entre halagos y desprecios, en la hipócrita sala de los espejos, su posición revela tu lugar. Tú eres tus enemigos.

Hay una estatua en Roma, en la Piazza Navona, que parece -solo parece- proteger sus ojos de la aberración arquitectónica que tiene delante. La figura se integra en el conjunto de la Fontana dei Quattro Fiumi, de Gian Lorenzo Bernini, ubicada frente a la iglesia de Santa Agnese in Agone, obra de Francesco Borromini. La bella enemistad que existió entre ambos arquitectos, una de las más célebres de la historia, fraguada en el fuego de la juventud cuando un Borromini profundamente decepcionado se vio obligado a trabajar bajo las órdenes de Bernini en la construcción de la Basílica de San Pedro, no solo es un magnífico ejemplo de inquina pura y saludable, sino también de cómo tus enemistades te definen. De cómo uno está a la altura a la que estén sus enemigos.

Ha habido miles, todas igualmente inspiradoras. Qué habría sido de Flavio Aecio sin Atila, el azote de Dios. O de Pompeyo el grande sin Julio César. O de éste sin Marco Junio Bruto, Cayo Casio Longino y el resto de conspiradores que le dieron muerte en los idus de marzo. Góngora y Quevedo cultivaron su proverbial enemistad por medio de la sátira, negro sobre blanco. Quién si no Ramón María Narváez, su íntimo enemigo, para hacer huir al general Espartero. Batman no tendría sentido sin el Joker. Tampoco los Montesco sin los Capuleto. Faltando unos no hay tragedia y acaso tampoco autor.

Ser amigo de alguien no significa nada. Ser su enemigo, en cambio, lo significa todo. La amistad, al fin y al cabo, es solo una clase de certeza. La verdadera patria, que diría Bryce Echenique. Ya ven. ¿Qué puede hacer un amigo de Atila contra el enemigo de Atila? ¿A cuántos amigos de Aquiles ha dedicado la historia las epopeyas y poemas que ha dedicado a Héctor?

Me viene a la memoria el extraño vínculo que unía a Jacinto Benavente y Ramón María del Valle-Inclán. En un principio, además de colegas de profesión, eran simplemente amigos. Algo tan insignificante que podría serlo cualquiera. Cierto día, en una tertulia literaria, Benavente se refirió a Valle como uno de los mejores escritores de su tiempo. «Pues Don Ramón no opina lo mismo de usted», interrumpió uno de los presentes. Benavente contestó: «Tal vez estemos equivocados los dos». Desde ese momento se convirtieron en muy buenos enemigos. En enemigos para toda la vida.

Suele decirse que lo que detestamos en nuestros enemigos es lo que detestamos de nosotros mismos. Por eso es la mejor medida de quién eres tú. Sin embargo no siempre es fácil averiguar quién fija la altura que sirve de referencia a ambos. Qué muesca en el marco de la puerta ayuda a determinar quién está por encima de quién. El propio Jacinto Benavente dijo en una ocasión: «Solo temo a mis enemigos cuando empiezan a tener razón». Ese es el instante en el que entiendes que solo eres quien eres porque tus enemigos son quienes son. Y llegado ese momento, más te vale estar rodeado de amigos.

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