Blog | Permanezcan borrachos

Pase, pase, por favor

ME GUSTA recibir visitas, aunque me cobren. La semana pasada, por ejemplo, vino a casa el experto en carpintería de aluminio. Llevaba una semana y media esperándolo. Había ensayado un par de sarcasmos sobre la seriedad en el trabajo y la gente puntual, pero a última hora me faltó valor y me limité a preguntar si le apetecía un café o una cerveza, que era justo lo que no tenía. El muy hijo de puta los rechazó con un «no» demoledor, casi esdrújulo. No escuchaba una negativa con tanto músculo desde el instituto, cuando le propuse a Alicia ir al cine y me respondió que «antes me corto las venas».

La siguiente hora la dediqué a observar al técnico con las manos en los bolsillos, para dejar claro quién era el escritor. No me daba miedo que pensase que llevaba meses buscando una idea para una novela, pero no se me ocurría nada. En realidad, eso también lo pensaba yo. En cambio, a él producía placer verlo en acción. Manejaba las herramientas con una habilidad medieval, demoníaca, ante la que llegué a imaginarlo escribiendo una novela con un destornillador de estrella y una llave inglesa, para los capítulos más espinosos. Me hizo pensar en René Lavand, cuando dibujaba a la velocidad de la luz, y lentamente, uno de esos ejercicios de magia con los naipes en los que el truco, claramente, lo ejecutaba con el brazo que le faltaba desde niño. Me parecía inconcebible que la gente no advirtiese que su extremidad amputada seguía maniobrando en la sombra.

Hay ocasiones en que la magia carece de trucos, y se impone. Años antes me había encontrado con una experiencia semejante en un libro de César Aira titulado ‘El mago’. Su protagonista, Hans Chans, acudía a una convención de ilusionistas, donde pretendía alcanzar el título de mejor mago del mundo. Para ello contaba con una ventaja irreductible: era un mago de verdad, que no empleaba trucos. Podía anular a voluntad las leyes del mundo físico y hacer que objetos, animales o personas, él mismo incluido, apareciesen o desapareciesen, se desplazasen, se transformasen, flotasen en el aire, en una palabra, hiciesen lo que él quisiese.

El modo de trabajar del carpintero representaba, en el fondo, una variante de la literatura. Cualquier profesional, cuando menos lo esperas, te da una lección que sirve para escribir mejor. Aquel trabajaba con el detalle parsimoniosamente, amando cada pormenor de su trabajo, como cuando Thomas Mann ahondaba en la verosimilitud de sus personajes imaginando cómo sería su firma.

Dos días después, sin embargo, vino el técnico de la caldera. Y las cosas sucedieron de otra forma. No acarició un solo detalle, y no habría podido escribir ni ‘El Quijote’, que ya estaba más o menos escrito. Eso que se llama primera impresión cayó mostrencamente ante mí. Cuando le abrí la puerta reparé con desazón que el tipo llevaba una mano en el bolsillo. Hablamos de un gesto prometedor quizás en un escritor, pero que causa zozobra en otros oficios. Al entrar, me asomé a la puerta, por si su socio se había quedado regazado. «Yo trabajo solo», dijo al darse cuenta. «Se discute menos», añadió. Me pareció un razonamiento arrollador y me callé. Mis presagios se confirmaron unos minutos después, cuando aceptó un café con leche y, por favor, tres cucharadas de azúcar. Apenas retomó el trabajo advirtió que le faltaban herramientas, y que la pieza que había traído, para reponer la vieja, tenía un defecto. No quiero seguir. Fue demasiado divertido.

Para sacarme el mal sabor de boca, decidí yo hacer una visita. Quedé en Madrid con un periodista al que cada día le ocurren dos o tres cosas cargadas de literatura. Le reclamé una, como quien pide un trago. Me contó que la semana anterior le habían encargado la necrológica de un escritor. Le quedó rotunda, pero suave, sin aristas. Casi podía rodar por el suelo de la redacción. Como buen profesional, al acabar preguntó si estaba confirmado que el protagonista del obituario había muerto. «Bueno, hombre, casi seguro que sí», le dijeron. Hizo algunas llamadas a varios tanatorios, y en uno le aseguraron que, hasta hacía solo unas horas, habían tenido allí a un hombre con el nombre y los apellidos del escritor. Mi amigo no se dio por satisfecho y buscó más confirmaciones. No deseaba contactar con la familia. Le parecía que quedaba mal preguntar «¿Ha muerto fulanito de tal?» Y llamó a otro periódico, donde tenía un amigo, al que el especialista en obituarios le dijo que creía que el escritor en cuestión había fallecido. No obstante, como buenísimo periodista, mi amigo se procuró una fuente más para confirmar el óbito. Y llamó al teléfono del muerto. «Como no me cogió, di por seguro los hechos y publicamos la necrológica».

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