Opinión

Las caras de Augusto

EN AGOSTO de 2014 se cumplieron 2.000 años de la muerte en Nola (Italia) de César Augusto (63 a.C.-14 d.C), sin duda uno de los hombres más influyentes de la historia y el artífice de que exista la ciudad de Lugo. Se acabaron ya los fastos de aquella efeméride, pero nunca es tarde para recordar una figura imprescindible para entender lo que fue Roma y lo que somos nosotros, herederos de aquella civilización.

Aunque la literatura y el cine lo han presentado siempre como un personaje secundario, la historia obviamente no. En 1939, dos años después del bimilenario de su nacimiento, el latinista de Oxford Ronald Syme publicó la que, hasta ahora, estaba considera la obra más completa para conocer al primer emperador, ‘La revolución romana’ (Crítica). Eran los años de ascensión de los totalitarismos y Syme, horrorizado por figuras como Mussolini, Hitler o Stalin, describió a un Augusto feroz, astuto, demagogo y hábil que, con el pretexto de la restauración republicana, crea un sistema monárquico basado en las relaciones personales y en el apoyo de las familias políticas sobresalientes. Lejos quedaba la visión, hasta entonces predominante entre los historiadores, del Augusto gran estadista, que creó un sistema político perdurable 250 años y que llevó la paz a Roma durante décadas.

Setenta y cinco años después de aquel libro el historiador británico Adrian Goldsworthy vuelve a mirar a Augusto en una monumental biografía, ‘Augusto. De revolucionario a emperador’ (Esfera de los Libros), en la que muestra las contradicciones del personaje, su lado oscuro, terrible, y sus luces, que son muchas.

Porque Cayo Octavio, el nombre con el que nació y que llevó hasta ser designado heredero de su tío abuelo Julio César, fue, es verdad que en una época muy violenta, un tirano despiadado y sangriento en el acceso al poder, como lo vio en 1939 Syme, pero que supo reinvertarse cuando llegó a lo más alto, supo contenerse, imponerse límites, trabajar por el bien público. Aquel hombre ambicioso sin piedad, aquel asesino del que dicen que llegó a arrancar los ojos a un prisionero, se convirtió en un buen gobernante.

Goldsworthy tiene la teoría de que Augusto paró de matar porque ya no lo necesitaba. Decidió entonces cumplir a rajatabla con lo que para él era un servidor público, a pesar de que sus leyes contradijesen todo lo que él había hecho con anterioridad.

Cayo Octavio, con solo 19 años, consiguió formar un ejército que lanzó contra un cónsul debidamente elegido y emprendió una sanguinaria carrera para vengar a su padre adoptivo y alcanzar el poder. Primero lo compartió con Marco Antonio y Lépido, con los que conformó el tristemente famoso Triunvirato que se encargó de borrar de Roma a todo aquel que disintiera de ellos o tuviese una fortuna apetecible (las listas de proscripciones suponían la muerte del que estuviera en ellas y la incautación de sus bienes). La víctima más conocida fue el gran político y orador Cicerón, que fue decapitado y cuya cabeza y manos fueron exhibidas en público como medida ejemplarizante.

Augusto se deshizo también de Marco Antonio y Lépido y dinamitó, aunque no formalmente, lo que quedaba de República, desangrada por años de guerras civiles, corrupción y decadencia. Y entonces comenzó a acumular poder como nunca hasta entonces nadie lo había hecho, pero guardando las formas. Mantuvo el Senado y rechazó reiteradamente títulos, como los de dictador o rey que le ofrecía el pueblo, y gran número de honores, e incluso devolvió competencias que le habían asignado o se hizo rogar para asumir otras. Era un gran manipulador y propagandista, algo que, sin duda, sirvió de inspiración a tiranos posteriores.

Le ayudaron en esa labor, enalteciendo su figura, los tres poetas latinos más importantes, Ovidio, Horacio, Virgilio. De este último llegó hasta nosotros la ‘Eneida’ porque Augusto, al estilo de Max Brod con Kafka, se negó a cumplir su última voluntad, que sus obras fuesen quemadas.

Una de sus mayores contradicciones la protagonizó en su esfera personal. El hombre que se enamoró de la mujer de otro, la famosa Livia (Goldsworthy no cree en el personaje pérfido que Robert Graves pinta en ‘Yo, Claudio’, aunque no duda de su influencia en Augusto), que la obligó a divorciarse cuando estaba esperando a su segundo hijo, que la hizo su esposa pocos días después de dar a luz y que hizo acudir al exmarido a la boda legisló después para preservar la moral de los romanos, y llegó a desterrar a su hija y a su nieta por adúlteras.

Augusto fue un gobernante accesible, que viajaba continuamente por todo el imperio (pasó más tiempo en provincias que en Roma) y mantenía largas jornadas de trabajo para escuchar las peticiones y reclamaciones de los ciudadanos. Pero, además, era una persona con un gran sentido del humor. La gente podía reírse de su régimen, incluso a su costa, aunque, que nadie se engañe, con límites. Es famoso el chiste romano de que Augusto va por la calle y se encuentra a un hombre que se le parece mucho. El emperador le pregunta, con sorna, si su madre estuvo en Roma hace unos años. La respuesta que recibió estuvo a la altura: «Mi madre no estuvo, pero mi padre sí».

Augusto influyó, mientras gobernó, en la vida de millones de personas en territorios tan dispares que iban desde el Atlántico hasta el desierto sirio y desde el mar del Norte hasta el Sáhara. A lo largo de su vida fundó más de setenta ciudades, casi todas existentes hoy. Una de ellas es Lugo.

En realidad, la ciudad la fundó por orden suya Paulo Fabio Máximo, su legado y amigo. Lo hizo sobre los restos de un campamento que había sido construido durante las guerras cántabras, en torno al 25 a.C. y ya con Augusto como gobernante. Unos diez años después el emperador volvió a Hispania para culminar la conquista del noroeste peninsular y fue entonces, entre el 15 y 13 a.C., cuando se fundó Lucus Augusti, una ciudad que fue consagrada al ‘prínceps’, que no solo concentró el poder civil y militar, sino que fomentó el culto a su persona y a su familia.

Augusto fundó personalmente Asturica Augusta (Astorga), pero su delicada salud, que no le impidió vivir hasta los 77 años, le obligó a retirarse a Tarraco (Tarragona) y a encargar a Paulo Fabio Máximo la creación de Lucus Augusti. De la presencia del emperador en el noroeste peninsular hay numerosos vestigios como relata el historiador Antonio Rodríguez Colmemero en su obra ‘Augusto na Fisterra ibérica’.

El futuro Lugo, que nunca en su historia tuvo tanta relevancia como en época romana, se benefició de un gobernante que fue capaz de crear servicios públicos, de levantar una estructura administrativa ágil para gobernar los distintos territorios, de organizar la justicia, de crear vías y caminos, pero también de rediseñar el censo de ciudadanos con fines fiscales. Él creo el ideal de Roma que dio forma, cultural, política y legalmente a la identidad de Europa.

Pero eso no puede hacer olvidar cómo llegó al poder y que fue un dictador que mantuvo el poder porque controlaba el ejército. Los romanos, hartos de la violencia y la podredumbre a la que había llegado la imperfecta República romana, se sometieron a quien les llevó la paz.

Las democracias occidentales (no así países como Libia o Siria) poco tienen que ver con aquella Roma violenta, pero la historia de este periodo puede servir para reflexionar sobre los riesgos que entraña que los representantes de un pueblo se enzarzen en sus propias rivalidades, dejen de cuidar la res publica, de solucionar los problemas de los ciudadanos y permitan que las instituciones se desmoronen. En semejante caldo de cultivo suelen aparecer peligrosos salvadores. La historia está llena de ellos, la mayoría con las sombras que tuvo Augusto y pocos con sus luces.

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