Opinión

Jardines y embajadas

NO VOY a meterme en si es caro adecentar el palacete parisino en el que vive José Ignacio Wert, porque no tengo ni idea de cuánto cuesta mantener un palacio en París. No voy a entrar en si el presupuesto para el  jardín de Wert es disparatado, porque tampoco sé que cobran por escardar tierra, podar setos y plantar petunias a orillas del Sena. Podríamos entrar en un debate sobre si es lícito o no que España gaste un pastizal en el mantenimiento de suntuosos edificios cuando a veces no hay dinero para apuntalar una iglesia románica que amenaza ruina: no tengo claro cuáles son las prioridades, cuáles las emergencias. Lo que me preocupa es que mientras hablamos del jardín y el palacio y el cortacésped y las cornucopias se olvida lo esencial: como llegó a París José Ignacio Wert. Hace un año y medio, cuando era ministro, me lo encontré en la entrega del Premio Cervantes. Tomábamos la copa de rigor en el  claustro de la Universidad, y conversamos  un  rato. Wert, sería injusto decir lo contrario, es un tipo inteligente y cordial,  culto y con sentido del humor. No recuerdo de qué hablamos exactamente –el discurso desabrido del premiado, los actos del Día del Libro– pero, en un momento, le pregunté algo relativo a la Lomce, y me contestó con una media sonrisa: “Para lo que me queda a mí aquí…”. Supongo que entonces el ministro de Educación ya sabía que le esperaba un exilio dorado en París, con sueldo estratosférico, residencia de lujo y chófer en la puerta, por obra y gracia de su jefe Rajoy. Aquí dejaba una comunidad educativa con los puentes rotos, una reforma en el aire, una política universitaria con más vías de agua que el Titanic, pero nada de eso influyó en su nombramiento. En otro lugar, los dislates de Wert le condenarían al ostracismo político. Aquí se le dio un premio con un puesto que codician diplomáticos de carrera. Así que no me hablen de rosaledas, de cristales limpios ni de molduras restauradas. Lo malo es el dedazo.

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