Opinión

Bullying

EN LA subcomisión por el pacto educativo que se desarrolla en el Congreso de los Diputados tuvimos ocasión de hablar de violencia en las aulas. Una de las expertas que intervinieron desgranó ante nosotros el rosario de insultos que, según distintos estudios, son los más utilizados cuando se producen agresiones y peleas. Les voy a ahorrar la relación, pero ponía los pelos de punta. Y no pude por menos que recordar mi época en el entonces Instituto Femenino, hace ya treinta largos años. Era un centro público con no menos de cuarenta alumnas por clase, provenientes de todos los estratos sociales: allí convivían las niñas más pijas de la ciudad con chiquillas de familias muy humildes. En mis cuatro años en el instituto sólo presencié una pelea violenta (y se habló de ella durante semanas). Enfados, muchos. Y sí, escuché algún insulto, pero lo máximo que nos llamábamos era imbécil o idiota. Ahora los epítetos que se dedica la muchachada sonrojarían a cualquier presidiario castigado en celda de aislamiento. Me pregunto qué es lo que hemos hecho mal. Por qué si, con todas sus limitaciones, la sociedad progresa, la convivencia en las aulas se ha deteriorado tanto en dos o tres generaciones. Ahora las peleas están a la orden del día. También el llamado bullying, que degenera tantas veces en torturas físicas. Lo siento, pero esas cosas en mis tiempos no pasaban. Si una de la clase te caía mal, te reías de ella o le hacías la burla a escondidas, pero no la esperabas a la salida de clase para pegarle una paliza entre cuatro. El fenómeno de la violencia en las aulas es tan virulento como para que la Comisión de educación del Congreso le dedique una sesión de trabajo que nos deja a todos con la triste impresión de tener por delante un larguísimo camino. Hay mucha que hacer, pero quizá deberíamos preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí. Porque estamos ante un fenómeno relativamente nuevo que nos arroja de bruces al estado más primitivo del ser humano.

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