Opinión

Crónica del alma

Si el periodista no siente que forma parte de algo más que una empresa mercantil, será dificil que se produzca el sentido de pertenencia en el lector del periódico, como definición identificativa que le dio Scalfari a Juan Cruz

LA CRÓNICA del alma es personal y, aunque se arriesgue a algo o mucho de exhibicionismo, se escribe en primera persona. Es, incluso desde la honestidad, un intento de apuntalar lo bueno de uno mismo y de la vida; lo malo, lo impúdico y hasta los cristales rotos que todos tenemos ya lo suben a las redes los miserables. Sabemos que este país fue, y es, reacio a las memorias como testamento. Existe hasta doctrina para desprestigiar el género y para llevar a la hoguera sacramental al autor. Pero hay piezas que desmienten esa cutrez mental y son un gozo, un disfrute en su lectura, como las Meditaciones en el desierto, de Gaziel, o La felicidad de la tierra, de Manu Leguineche, para citar dos periodistas de verdad.

En Un golpe de vida escribe Juan Cruz su crónica del alma y aunque el periódico ha de ser siempre nosotros y no yo, esa y esta crónica solo admite la primera persona si lo que se escribe ha de ser sincero y creíble. El libro gana en lo que ofrece de memoria y hasta en las concesiones literarias a la melancolía. Confieso que es admirable y digno de elogio el "vaticanismo" de Juan Cruz con El País. Le honra como persona y como profesional esa defensa, con sus armas de la letra y la palabra, de la casa que fue y es suya, donde experimentó la felicidad de este oficio. Hay más motivos para el orgullo en la pertenencia de Juan Cruz a ese intelectual colectivo de la sociedad española, que dijo el profesor Aranguren del periódico, que para atender a la crítica destructiva como ejercicio identitario español. Aclaro, nunca necesité bajo el brazo El País como ‘biblia’ que otorgaba marchamo de progre. Me parió mi madre antigregario y con restos de una herencia, como cuenta Amos Oz con su hija Fania Oz-Salzberger, que instala la discusión en la mesa familiar como una práctica de aprendizaje. A cada uno lo suyo: El País contribuyó, como Cuadernos para el Diálogo, a desasnarnos, nos hizo más civilizados, con ansias de ciudadanía y demostró lo que hay que tener en algunas ocasiones: esa portada de un 23 de feberero "Con la Constitución". Quizás sea esta incuestionable prueba de compromiso la que no perdone tanto progre que al primer estornudo cuelga en la puerta el viejo Sagrado Corazón de hojalata de la abuela. En mi percepción, mantiene pendiente la asignatura de entender tanto política como intelectualmente la España plural, con mirada y concepción que no sea solo unidimensional del centro. Sospecho que sigue instalado en la ideología castiza y en los temores a la pérdida de personalidad que veían los del 98.

Es evidente que si los periodistas carecen de sentido de pertenencia, de formar parte de algo más que una empresa mercantil, difícilmente se podrá dar ese sentido de pertenencia del lector con el periódico y del periódico hacia el lector, como le contó Eugenio Scalfari a Juan Cruz. Si esta pertenencia es, como acertadamente sostiene Juan Cruz, el centro nuclear del periodismo en la prensa escrita o con 'mi' emisora de radio, ignoramos cómo se construirán esos vínculos —medio-lector, medio-audiencia— en la nueva realidad digital. La credibilidad que generen estos nuevos soportes dependerá de su capacidad para ser rentables frente a la trampa perversa de la gratuidad, aceptada entre nosotros como si fuese un dogma universal. No es la misma vinculación la que se establece al mirar en la pantalla del teléfono que la que se crea con la cabecera de un periódico. Lo experimento cada sábado, sentado en un café, para encontrarme en El Progreso con Carmen Uz y su agudeza crítica sobre la vida de Lugo; con el siempre racional Antonio Muñoz Molina, en el Babelia de El País; con ese portalón entreabierto de María Piñeiro en la última de El Progreso; con Luis Ventoso, incendiario desde Londres en el ABC o Gregorio Morán, igual de incendiario pero de otro color, en La Vanguardia; o en tiempo dominical con las brillantes cartas de Caetano Díaz en El Correo Gallego, la originalidad de Enric Juliana en La Vanguardia o de Joan de Sagarra con su Jameson, que no logrará que abandone el Glenmorangie. Cuando me encuentro en l’Óbs, ya casi nunca, los editoriales de Jean Daniel y sus eternas referencias a Camus, son como cartas personales durante décadas. En ‘Avec Camus’ están contadas aquellas madrugadas de un periodista por las calles, después de recoger en la rotativa el primer ejemplar, que ya es pasado.

Gocé, cómo no, con las historias y las resistencias que Juan Cruz cuenta de Feliciano Fidalgo y Manu Leguineche. Dos magníficos ejemplares para recargar las propias baterías que mantienen el fuego del oficio, incluso cuando la instrucción de uso recomiendan el cubo de reciclaje. El oficio de periodista hay que entenderlo así, como lo cuenta Juan Cruz, cuando el ocaso avanza hacia uno sin más capacidad de resistencia, aunque te agarres a la mesa como Feliciano Fidalgo, que la de seguir con una libreta de pastas negras tomando notas, escribiendo ocurrencias o sintiendo la urgencia de conectarse porque algo adquiere la condición de noticia. Renunciar a esta urgencia sería llamar a la muerte, que siempre responde rauda en estos casos. Esas libretas, sin rayas, las empecé a comprar un día en Berna. Consta así, con la fecha en la primera página de la primera. Luego las traía en verano de Alemania hasta que Jaureguizar me descubrió que las había, y mucho más baratas, en la Bolsera Gallega en Lugo. Esas libretas me están esperando ahora en los lugares donde tengo aposento, para repasar e interpretar lo que allí está anotado en un recorrido hacia atrás por el calendario profesional y vital y para seguir, aunque sea un autoengaño, en la trinchera del periodismo. La realidad es que un día uno descubre que "ya el oficio me está diciendo adiós con la mano". O quizá uno sigue siendo o es ya, como mucho, un ‘quizá’, a la manera de Stendhal. Comprendo ahora que el corresponsal que hizo de Fernández Armesto un Augusto Assía —¡lástima de memorias o de una biografía verdadera!— siguiese desde la granja escribiendo sus cartas abiertas al director cumplidos los ochenta. Con Juan Cruz entendí que don Felipe (Assía) me confiase ya en la curva final que aquel orballo de Xanceda llegaba directo de Inglaterra. Quien ahora leía el Times en la campiña gallega le preguntaba al colega que de niño había descubierto en él al primer periodista y leía todas sus crónicas del mundo hasta que aparcaba su Morris o su Escarabajo delante de la casa de mis padres: "¿Non lle sabe a Londres esta auga?". Sabía a Londres, a Berlín, a Nueva York, a París... como tinta imprescindible para la crónica de un corresponsal, si además es gallego.

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