Opinión

Trilero

FAMILIAS ENTERAS implicadas en un proyecto de solidaridad con la infancia. Una de esas bonitas acciones que, en la teoría, se presentan en medio de un envoltorio lleno de romanticismo. Una propuesta que, al escucharla, suena a música divina coqueteando con la conciencia y besando a los sentimientos. Pero, al pisar la realidad aparece otra cara. El reto, por norma, se asume a principios de julio y se esfuma recién estrenado septiembre, ese mes que pregona la inminente llegada del otoño y el final de muchas cosas. Desde los campamentos de refugiados saharuis, desde ese inhóspito lugar del desierto donde abundan las carencias más básicas, todos los años aterrizan centenares de niñas y niños con el firme objetivo de compartir una experiencia; en muchas ocasiones inédita y sin precedentes para ambas partes. Previamente, meses atrás, hubo que abonar un campo desconocido. Un espacio donde todo es nuevo: idioma, cultura, creencias. Al inicio, esas diferencias marcarán una inevitable distancia en la relación que se ira recortando, poco a poco, a base de convivir desde una perspectiva constructiva, y haciendo un continuo uso del manual de la integración como libro de cabecera. Apelando a unos valores que descansan, principalmente, en la tolerancia y la comprensión. Este verano ha sido distinto. Hemos conocido y coincidido con esa forma de plantear la vida. De marcar una agenda repleta de compromisos por mejorar las condiciones de una niña de once años con dificultades en su crecimiento físico, que no intelectual. Y todo ello debe hacerse compatible con el resto de las obligaciones familiares, laborales y sociales. Asistir a ello se traduce en una admiración. Se convierte en un mérito solo reservado para personas comprometidas de principio a fin. Este es el caso de una de tantas parejas que han entregado su sacrificio a consultas médicas, buena alimentación y un bienestar que en casa escasea. Ha sido un gran ejemplo de altruismo sin límites, incondicional, en familia. Un espejo en el que cabe mirarse con la mayor frecuencia posible, si puede ser a diario, para no olvidar que el invento de la solidaridad no espera compensación. No aguarda un retorno al esfuerzo invertido. Ni siquiera pide para no molestar. Y, en medio de este clima, han transcurrido unas semanas inolvidables. Convertido en un mero espectador, hemos logrado palpar otra expresión de quienes buscan cambiar el mundo con pequeñas acciones. Desde una adhesión inquebrantable por mejorar las cosas. Sumergidos en un anonimato entrañable. Jadana llegó y se marchó. Escribo estas líneas con una mejilla todavía caliente de su último beso acompañado de unas bonitas palabras de agradecimiento, pronunciadas con un acento rasgado, fruto de la fusión de dos idiomas que han sido capaces de entenderse. A esta hora, ya estará correteando, de nuevo, por la arena del Sáhara. Así es el tiempo. Nos obliga a encapricharnos de la nostalgia. Un experto trilero de las emociones.

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