Opinión

Puentes abiertos

ENTRAMOS ESTE lunes, y desde luego el martes con la comparecencia de Puigdemont en el Parlamento, en la que se presenta como semana definitiva para saber si todavía hay espacio para la razón en la cuestión catalana. Medios políticos e informativos sostienen que los puentes están abiertos desde el Gobierno y desde sectores del nacionalismo.

El protagonismo de comunicación entre las partes que ejerció en algunos momentos un ilustre economista de origen gallego volvió a activarse en la semana que siguió al 1-O, con el baño de realismo que supone el traslado del domicilio social de importantes empresas y bancos, orgullo de país, fuera de Cataluña. La intervención de Puigdemont en el Parlamento despejará las incógnitas. Si continúa en su carrera de proclamar unilateralmente la independencia no dejará espacio para hablar, como pedían ayer miles de manifestantes en las ciudades españolas. El presidente del Gobierno de España habría de adoptar esas medidas que no son deseables para nadie.

El hervidero de banderas en el que se están convirtiendo ciudades como Barcelona y Madrid, símbolos que se exhiben unos frente a otros, muestra una exaltación de nacionalismos que no pronostican nada bueno. Son, en su exaltación nacionalista, el sentimiento y la pasión frente a la razón. Y frente al otro.

Si tras la caída de la URSS el mundo se sorprendió con el resurgir de los viejos nacionalismos bélicos, en la sociedad de la información, tras cuatro décadas de libertades e integrados en Europa florece por causas varias un nacionalismo aislacionista en Cataluña y en España. Además de dividir a la sociedad catalana, está levantando del sepulcro de la historia las dos Españas que vuelven a helarnos el corazón, para hacer válido de nuevo al poeta con una infancia de recuerdos de un patio de Sevilla. De la manifestación de Barcelona cabe esperar que sea una contribución a la superación de ese distanciamiento entre la sociedad española y la catalana. O, al menos, que frene esa percepción de alejamiento.

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