Opinión

Fuegos

SEGUÍ CON el alma en vilo la larga noche de infierno en la que ardió Galicia por los cuatro costados. Me llegaban imágenes horrendas y tenía la conciencia de que no eran las fotos distorsionadas con las que engañaron a los medios internacionales el 1-O. Eran dolorosamente reales, aterradoras, tristísimas. Ardió Galicia, y cuando aún no se habían acabado los muertos – primero dos, luego tres, luego otro – ya había gentuza intentando hacer política con la desgracia. Han pasado los días, y toca secarse las lágrimas y enfrentarse al desastre. Y a la verdad, cómo no: en Galicia no existe un plan eficaz para proteger los bosques. La maleza y el rastrojo actúan como yesca. El eucalipto campa a sus anchas. Nadie limpia las tierras motu proprio, y la ley no sabe obligar. Así que no podemos extrañarnos cuando llega el fuego y lo arrasa todo. No se puede fiar nuestro “verdor cinguido” a la eficacia de los brigadistas, ni a la prudencia  de la gente, ni a que no haya media docena de hijos de satanás que quieren meter fuego al bosque por razones de toda índole que no entendería cualquiera con dos dedos de frente. Hay que prevenir, hay que trabajar antes para no llorar después, hay que preparar las cosas cuando aún estamos a tiempo. Porque luego llega el incendiario, llega el viento caliente, llega la sequía, llegan las temperaturas de treinta grados, llegan los despidos de las brigadas y nos cogen a todos en paños menores. Entonces sólo queda rezar al dios de la lluvia para que se apiade y haga el trabajo que no pueden hacer los bomberos porque los hombres no están hechos para luchar contra el Apocalipsis. No quiero hacer sangre, no quiero buscar culpables, no quiero señalar a nadie como responsable de esta desgracia. Pero los Ancares son ahora un mar de cenizas, y hay cuatro muertos. Después de llorar, después de enfadarse, es necesario dar respuestas y adquirir compromisos. Y asegurar que se van a poner los medios para que este horror no se repita.

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